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Cada vez que en una conversación surge el tema de las diferencias que existen entre lo prometido por los líderes y candidatos de los partidos políticos en las campañas electorales, o cuando los mismos están en la oposición, y lo que luego hacen cuando ... alcanzan el poder, lo normal es que despotriquemos contra ellos y, aparte de calificarles con adjetivos no siempre reproducibles, concluyamos diciendo que todos son iguales y que muy poco, por no decir nada, podemos esperar de ellos.
Pero realmente, ¿eso es así? ¿Son todos iguales? ¿Todos ellos mienten y engañan? ¿Todos los políticos están dispuestos a realizar lo que fuere con tal de conseguir sus objetivos personales? No, evidentemente no, porque si así fuere tendríamos que concluir con un apaga y vámonos.
Pero, si no todos actúan de igual manera, parece razonable que a quienes ejerzan la política, sea a nivel nacional, autonómico o local, de forma innoble y engañosa los ciudadanos de a pie, sus votantes y en consecuencia responsables de que ocupen los correspondientes puestos de poder, pongamos en evidencia su proceder y, en lo que se pueda, actuemos contra ellos por todas las vías a nuestro alcance.
Y es que si un hecho debiera tipificarse en el código penal, ahora que tanto se habla de modificarlo -aunque sea exclusivamente para reducir las penas impuestas a quienes se levantaron sediciosamente contra España-, es el que deriva de prometer algo en una campaña electoral para luego hacer lo contrario -por mucho menos algunos directivos de empresa se las han tenido que ver con la justicia acusados de engaño-, pues lógicamente las promesas realizadas pueden inducir a que determinados ciudadanos voten por un candidato concreto y por la fuerza política que aquel representa.
Desde luego si alguien debiera de tener la posibilidad de demandar y exigir responsabilidades a quien hubiera incumplido sus promesas son aquellos que les han votado. En primer lugar, y muy principalmente, sus propios correligionarios, pues en caso contrario estarían colaborando en el engaño, haciéndose así partícipes del mismo, aunque, para qué engañarnos, lo más probable es que se encuentren encantados del triunfo de los suyos. En segundo lugar, quienes sin formar parte de su organización política fueron convencidos, o más bien habría que decir engañados, para darles su voto. Claro, que llegado a este punto me dirán: ¿pero cómo demuestro que he votado a un determinado candidato si el voto es secreto? Y dado que no puedo demostrar que he emitido un determinado voto quedo incapacitado para presentar demanda alguna, por lo que nada se puede hacer, salvo que la Fiscalía, en nombre de los ciudadanos anónimos, presentase la correspondiente demanda -quién sabe si para ello un día se crea a tal fin una Fiscalía especializada para analizar las promesas realizadas en las diferentes campañas electorales y las acciones posteriores realizadas por quienes las formularon-, aunque pensar tal cosa pueda llevar a la risa a más de uno ante ideas tan ilusas, pues nunca los políticos van a legislar en materia tan comprometida para ellos como la indicada.
Entonces, ¿debemos resignarnos a ser engañados una y otra vez sin hacer nada contra los que con total descaro nos mienten, a sabiendas de que los suyos les aplaudirán y el resto de sus votantes iremos, poco a poco, diluyendo nuestro malestar en el convencimiento de que los demás, si tienen ocasión, harían lo mismo? Llegar a esta conclusión, además de triste, es demoledor para el mantenimiento de un sistema representativo basado en una democracia real y no solamente de fachada. Entonces, ¿qué podemos hacer? La solución pasa, lógicamente, por esperar a las siguientes elecciones y aprovechar las mismas para negar nuestro voto a quien en las anteriores nos engañó. ¿Cómo? Pues, por ejemplo, inutilizando la papeleta de lo que nos hubiera gustado votar pero no lo hacemos por las razones anteriores -para lo que es suficiente tachar la correspondiente papeleta para que la misma sea nula, demostrando así nuestra preferencia ideológica y a la vez nuestro rechazo por quienes lo representan y dirigen-, o bien votando a otro candidato que nos merezca más confianza.
¿Alguno de nosotros hacemos esto? Cambiar de partido quizás si, aunque lo hace, normalmente, una pequeña proporción de votantes. Son generalmente aquellos que se sitúan entre los dos principales partidos y que a pesar de su escaso número son los que deciden el Gobierno inclinándose en uno u otro sentido. ¿Manifestar gráficamente con la correspondiente papeleta de votación nuestra preferencia ideológica y a la vez el rechazo hacia sus líderes? No, creo que no, al menos en número significativo.
Entonces una conclusión parece clara: los culpables somos nosotros mismos, que una y otra vez, aún sabiendo que nos volverán a engañar, porque lo han hecho antes reiteradamente, seguimos votándoles por aquello de «es que son de los nuestros». Así que, ¿de qué nos quejamos?
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