Quesucos

Un título enternecedor, con el diminutivo localista como banderola y sin adjetivación alguna. Quesos, no. Quesucos. En 'Novela de una tienda', cap. XXV, Gerardo Diego (1896-1987) incluye sus diez versos inmortales: «Pasiegas de los quesucos / con las pajas adheridas, / traéis brisas amanecidas / de cucos, ... de abejarucos / trepando por abedules, / de arroyos blancos y azules, / de tordos con luz de ébano. / Cómo huelen a cariño, / a jato, pesebre y niño, / cuando los sacáis del cuévano». El sobrenombrado 'Poeta mayor de Cantabria' dibuja al carboncillo la figura de un belén con los quesucos que la pasiega saca del cuévano. Sugerencia automática. El cuévano es la posada donde reposa el quesuco, esas diminutas piezas doradas o blancas, modeladas con diestras manos, que, al sacarlas del cuévano, huelen a cariño, a jato, pesebre y niño. ¿Dónde? Aquí y allá, la pasiega de los quesucos sienta sus reales. La estampa es sublime. Pasiega y quesucos se complementan. Sin pasiega no hay quesucos. Y los quesucos no son tales si carecen del aditamento que los caracteriza y categoriza: las pajas adheridas. La pasiega de los quesucos llega a la ciudad con brisas amanecidas, la cara lavada en un arroyo donde contempla cómo van pasando los años por su rostro. Sobre el agua, en la espesura del bosque, canta el cuco, el abejaruco, trepando por abedules, de arroyos blancos y azules, de tordos con luz de ébano. La pasiega de los quesucos también tiene clientela propia en la ciudad. Va a las casas, sube, acciona el picaporte, cambia quesucos por reales. Y tiene, asimismo, un recreador de su epopeya: el pintor Agustín Riancho, natural de Entrambasmestas, que recrea a la pasiega en el papel mezclilla con el mismo amor que ella moldea los quesucos.