Borrar

Me encantan los animales. No es algo excepcional, ya lo sé, pero entre su enorme variedad no tengo reparo en apreciar incluso a aquellos que no tienen buena imagen en nuestro colectivo humano. Cuando era niño no me dejaban tener las habituales mascotas, así que ... me las ingenié, animado por la emoción de lo prohibido, para cuidar de forma clandestina de arañas, moscas, moscones, avispas, grillos, saltamontes o ciempiés. Fueron los primeros animales que comencé a tratar a pesar de algunas reprimendas. Observar en mis frascos a los insectos y proyectar mi curiosidad sobre sus vidas, al menos me ha servido para evitar el patológico rechazo que suelen provocar, e incluso considerarlos con el mismo respeto que el resto de los seres vivos. Desde luego, y a pesar del lapsus de nerviosismo radiofónico, ni siquiera Ruth Beitia podría estar de acuerdo en eso de que hombres, mujeres y animales tenemos los mismos derechos, pero sí apostaría a que muy pocas personas se librarían de una comprobada hipocresía cuando aseguran rechazar el maltrato animal. Porque ¿qué pasa con los insectos? ¿Quién no se ha despertado de madrugada encendiendo la luz de la habitación para aplastar sin misericordia el zumbar del cabronazo del mosquito que nos ha acribillado a picotazos?

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Publicidad

Publicidad

Publicidad

Publicidad

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

eldiariomontanes El otro racismo