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Me duele, pero es cierto. El racismo existe en España y crece. El caso Vinicius me despierta la reflexión sobre este asunto que ha llenado bocas de opinión arrastradas por la dictadura de la corrección a ciegas, más que por un análisis sosegado de la ... polémica de Mestalla, cuando una parte de la grada descargó su ira contra el futbolista de color (no me atrevo a decir negro) del Real Madrid.
Sabemos que el racismo sostiene la superioridad de un grupo étnico sobre otro al que se pretende discriminar o perseguir. Pero al parecer hemos confundido el color de la piel del jugador con el color de su camiseta, porque quien conoce el comportamiento de los aficionados al fútbol sabe muy bien que el principal motivo de los insultos siempre es pertenecer al equipo rival, no a una raza diferente. Esos hinchas, tachados de racistas, serían expulsados del Ku Klux Klan por adorar al portugués Thierry Correia, al antillano Dimitri Foulquier, al norteamericano Yunus Musah o a los guineanos Mouctar Diakhaby e Ilaix Moriba, todos ellos igual o más negros que el propio Vinicius, pero jugadores del Valencia. Por lo tanto ¿qué clase de racistas son esos tipos?
Pero en España sí hay racismo, y del grave, no del que se acusa a los aficionados al fútbol por llamar mono a un jugador. En Cataluña hay grupos xenófobos que se creen raza superior, queman banderas españolas y ahorcan muñecos del Rey sin que el escándalo alcance ni la mitad de repercusión si el muñeco es de Vinicius. Se margina a los españoles por el mero hecho de serlo y se les discrimina si hablan castellano. En el País Vasco, la 'superioridad' étnica del abertzale mantiene latente su voluntad de exterminio a base de bombas y disparos en la nuca. El fútbol vuelve a ser instrumento de distracción. El racismo y el odio están en otro sitio.
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