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El papa Francisco nos convoca, en estos momentos de encrucijada al 'Sinodo Universal' que versa sobre la sinodalidad: «Hacia una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión». Es un reto, un grito al pueblo de Dios, a los cristianos de a pie principalmente, para que asumamos ... el protagonismo que nos corresponde dentro de la Iglesia, desempolvando la eclesiología proclamada en los documentos del Concilio Vaticano II.
Es un reto también, para acercarnos a tantos cristianos que se han apartado de nuestras comunidades y para salir al encuentro con la sociedad, no para decirles lo que han de hacer, sino para dialogar con ellos acerca de lo que podemos «hacer juntos», escuchando a todo el que quiera decir algo sobre cómo ve nuestra Iglesia.
Ante este acontecimiento, ¿podemos en nuestra Iglesia diocesana, seguir el camino como que no ha pasado nada y retornar al punto de partida de 2020, para intentar servir a una sociedad en creciente descristianización, totalmente polarizada y con una Iglesia sin relevancia social?
Inmersos aun en la crisis, en el griego antiguo el sustantivo 'krisis' recuerda también la idea con un matiz positivo, en el sentido de que la crisis puede transformarse en una ocasión de reflexión, de evaluación, discernimiento, para mejorar, renacer y un nuevo inicio.
Siento que, a pesar de los repetidos llamamientos del papa Francisco para promover una «Iglesia en salida» la nuestra sigue siendo a menudo una «Iglesia de sacristía», lejana de las calles o con la intención de proyectar la sacristía a la calle.
Todo el documento-propuesta para el Sínodo nos impulsa a superar la endogamia de nuestras comunidades, a realizar un Sínodo abierto, en salida, posibilitando el encuentro con los hombres y mujeres de nuestro entorno. Dice el Papa: «la sinodalidad puede convertirse en una propuesta real a la sociedad civil».
En referencia a la sinodalidad, nuestra mirada ha de extenderse a la humanidad. Como dice el Papa: «Lo peor de la crisis que ha causado esta pandemia será el drama de desaprovecharla».
Ante el pluralismo: nuestras parroquias en cuanto forma de Iglesia, necesitan renegociar permanentemente su identidad, fruto de su carácter histórico, para poder ser reconocida por la sociedad y no quedarse respondiendo a preguntas que nadie la hace.
Hemos de plantearnos, que el abandono de las denominadas 'prácticas religiosas' es actualmente un hecho masivo que no resulta fácil de explicar, pero un dato es seguro, no estamos ante un episodio superficial, se puede intuir que se trata de algo que va más allá de lo religioso y que hunde sus raíces en procesos sociales más amplios, pero que hoy es un tema central en la vida de la Iglesia.
Ante la realidad del vacío de nuestras parroquias, es necesario dejar de mirar solo a lo que hacemos los que frecuentamos la parroquia y comenzar a mirar dónde se encuentran los que se fueron e ir hacia ellos y preguntarles cómo están y no por qué se fueron. ¿Estamos dispuestos a aceptar que están muy bien sin nuestras misas y nuestros sacramentos? ¿Seremos capaces de intuir los signos de los tiempos que nos hablan?
Pero el espíritu con el que Francisco promueve esta asamblea internacional eclesial, va más allá, de los sectores eclesiásticos, se trata de llegar a toda la sociedad, teniendo en cuenta a los que les es más difícil participar -migrantes, ancianos, pobres-, tender la mano a los que han abandonado la Iglesia, examinar cómo se vive en nuestra Iglesia la responsabilidad y el poder, hacer de la comunidad cristiana un sujeto creíble y socio fiable en camino de diálogo social, reconciliación, participación, reconstrucción de la democracia, promoción de la fraternidad y amistad social y para ello es necesario abandonar el clericalismo, la autosuficiencia y las ideologías.
Es preciso también combatir el querer dirigir el proceso y centrarnos solo en nuestras preocupaciones inmediatas.
Para ello es necesario introducir la sinodalidad en el sentido que explicita el Papa, al decir que es una nueva forma de ser Iglesia que tiene su punto de partida y de llegada en el pueblo de Dios y que este es el camino que Dios espera de la Iglesia en el tercer milenio. Esto exige reformar el estilo de vida parroquial, la práctica del discernimiento, la toma de decisiones para mantener la contribución jerárquica junto a la necesaria contribución del laicado, porque lo que es permanente es el Pueblo de Dios y lo que es pasajero es el servicio jerárquico.
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