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Las crisis nos sitúan siempre frente al espejo. Como individuos, pero también como sociedad, como comunidad que afronta la adversidad. Permiten reconocer el estado de ánimo y la voluntad del conjunto, y también de quienes tienen encomendada la responsabilidad de buscar soluciones. Estas líneas no ... pretenden ser más que un mensaje de aliento para todos los que, desde sus casas, están preocupados por la situación que atraviesa el conjunto del país.
Hay personas que tienen miedo. Sobre todo, nuestros mayores. Los mismos que pasaron por tantas vicisitudes, que hicieron frente a tantos problemas, no saben cómo responder ahora a tantos datos. Les enseñaron a luchar contra las guerras, contra el hambre, incluso a renunciar a dogmas y a perdonarse los unos a los otros para recuperar la democracia, pero nadie les explicó cómo hacer frente a un virus de desconocido origen, con alcance global. Una guerra contra un enemigo irreconocible al que hay que vencerle unidos. En sus hogares, aguardan las noticias con intranquilidad.
Cada cifra, cada número, lleva consigo una historia compartida que ya no volverá. Una vida que podría haber sido la suya. Comprender el alcance de esta pandemia nos permite, y les permite, tener menos miedo. Conocer la información que ofrece de forma exhaustiva el Gobierno y las autoridades sanitarias genera certidumbre, serenidad y paz a quienes, ajenos al bombardeo permanente de las redes sociales, aguardan cada noche frente al televisor para entender las respuestas que se están dando a una crisis cambiante, que evoluciona cada día y obliga a alterar protocolos y medidas para combatirla y ganarla por fin.
Son tiempos difíciles, en los que de nuevo la ciudadanía vive entre la resignación y el coraje al ser protagonistas de esta lucha colectiva. Las personas vuelven a demostrar la fuerza de los sentimientos y la necesidad de compartir y cooperar para avanzar y salir cuanto antes de esta situación. La España de los años 60, de nuestros abuelos, era una España de sueños compartidos en la calle, en el barrio o en el vecindario.
Una España bien distinta de la que conocemos y vivimos hoy. El individualismo que se ha apoderado de cientos de hogares, de cientos de nuestras vidas, que hace del ascensor un espacio incomodo cuando es compartido, ha dado paso con el confinamiento a esa otra España de las fotografías en blanco y negro, que por el contrario estaba más llena de color y de vida. Hemos vuelto a preocuparnos por los demás, y esa vecina anciana, tan desprovista de todo en esta situación, es la protagonista del cuidado y la atención de todos. Si de algo bueno servirá esta crisis es de potenciar nuestro lado más humano, de habernos hecho entender cuán importante es formar parte de un todo, sin el que ahora nada sería posible.También, de saber la importancia que es contar con un Estado que nos protege ante la adversidad y que tiene en los servicios públicos las mejores herramientas para enfrentarla.
Las calles vacías son el reflejo de esa lucha sin cuartel para frenar el poder expansivo del virus, gracias a una ciudadanía ejemplar, que está dando lecciones de dignidad y de humanidad a quienes, como siempre, tenían todas las respuestas cuando cambiaron todas las preguntas. Algunos, ante el nada que decir por ideario, se recrean estos días en que las explicaciones son extensas. La brevedad habría sido sinónimo de ausencia de rigor para esos mismos, a los que todo vale con tal de buscar rédito, donde la gente solo busca confianza. Qué más da. Quienes viven en trincheras infinitas no han entendido que no es el tiempo de buscar culpables, de arrojar certezas inexploradas, de satanizar la defensa de derechos o de seguir nutriendo a la democracia de falacias en vez de argumentos. Ese tiempo llegará. Y en él, también tendrán tiempo de mirarse en el espejo, ese, que como decía antes, nos desnuda y nos despoja de falsedades a todos en una crisis como ésta.
No es tiempo de todo, es tiempo de salvar vidas y proteger y garantizar la salud de la ciudadanía. Es lo que más importa. Contener la propagación del virus es una tarea colectiva, en la que, permaceciendo protegidos en casa protegemos a los demás, cooperamos y somos solidarios con el conjunto de la sociedad, dejando a quienes pueden, los profesionales sanitarios, hacer lo que mejor saben hacer, salvar vidas. Y a quienes tienen la obligación de buscar soluciones, poner en marcha, como se está haciendo, todas las medidas económicas y sociales para garantizar los derechos de las personas, la solvencia y liquidez de las empresas y evitar la destrucción de empleo. Lograr, con todos los recursos, que nadie quede atrás. El aplauso de cada noche, al filo de las ocho, es el reconocimiento y el agradecimiento de toda una sociedad al esfuerzo que están haciendo muchos para ayudarnos a todos los demás. Ese compromiso con el conjunto de la comunidad en la que vivimos es lo mejor de esta crisis. Cuando salgamos de todo ello, debemos desprendernos del dolor de estos días, pero no renunciar nunca más a formar parte de ese todo, esa sociedad en la que vivimos.
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