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Sin pretenderlo ni esperarlo, de forma espontánea al poner el título a este artículo, como fuerte flujo de viento suave y agradable, me ha llegado el recuerdo de aquellos días, que siendo un adolescente estudiante en Valladolid, me invadía un humor inquieto en tono de ... alegría, porque en pocas fechas me iba a encontrar con la familia. Esta vivencia tan esperada y querida, en ocasiones se hacía excesivamente larga y penosa, con exámenes en las últimas fechas, pero no restaba un ápice el valor del reencuentro con todos los que vivimos desde el día de nuestro nacimiento.
Padres, hermanos y familiares, vecinos, que eran personas queridas y de casa, amigos y conocidos todos, pues era un pueblo escondido en la estepa de no más de cien vecinos. Qué fiesta tan significativa el hecho de nuevamente ver las estrellas en la noche, su resplandor y brillo lejano, o la luna que en ocasiones iluminaba como el sol, desde una circunferencia hermosa y grande.
El olor por el día a tierra de campiña, los animales por la calle, especialmente al atardecer, hora de acudir al abrevadero o pilón, situado en la plaza, o simplemente al río Duero.
El campo no requería ninguna labor específica, estaba realizada la siembra y la poda se había rematado, especialmente de algunos viñedos y árboles frutales. En ocasiones ayudaba a mi tío Ángel a realizar injertos de melocotoneros en almendros. Lo hacía de maravilla, con tan buen humor como delicadeza, siempre prendían y además eran de los mejores melocotones.
Eran días en los que estábamos próximos al verano, días que en Castilla normalmente hace bueno, luce con fuerza el sol, y además calienta. Y todo ello junto a una brisa normalmente agradable, que permite que se celebre alguna fiesta en el campo, como colofón a la semana de procesiones, todas ellas típicas y alguna específica en su formato.
De las procesiones que recuerdo sobresalen dos, la del Viernes Santo, con la salida del Cristo del Humilladero, talla romana, datada en el siglo XIII, majestuosa, estilizada, con escaso relieve musculoso, con una cabeza inclinada, una mirada magnánima, acompañada de una huella sonriente, nada de sufrimiento ni drama, elegante y amable, cercano en su conjunto, tanto que te forzaba a mirarla, a mantener la mirada y meditar.
Esta típica procesión, discurría a lo largo del perímetro del pueblo y a ella acudían hombres mujeres y niños, todo el pueblo, solo con la excepción de algún enfermo. La acompañaban los dos o tres músicos nacidos en el pueblo y el ambiente era de absoluto recogimiento, ocasionalmente roto por alguna interpretación musical, propia del momento. Al cortejo procesional lo rodeaban los jóvenes, todos los del pueblo, dotados de teas, aperos de las mulas compuestos de cuero, paja prensada, y pez o destilación del alquitrán, compuesto enormemente fungible, consiguiendo antorchas, que acompañaban al Buen Jesús en su subida al monte Gólgota.
La música, discreta pero muy expresiva, porque se hacía en la noche y en la oscuridad es alarmante y llamativa, todo lo que huela a música y fuego. Estaba acompañada por las antorchas con las que jugaban los jóvenes, lanzándolas al aire una y otra vez, describiendo estelas de fuego, amén de diferentes figuras. Era un espectáculo largamente esperado por lo entrañable, al sentirse en compañía de todo el pueblo, amén de más cercano a lo espiritual y por ello más sensible.
Otra procesión que para mi tenía un encanto especial era la del encuentro, que se celebraba el domingo de Resurrección, y salía de la iglesia. En una dirección la Inmaculada, llena de belleza como si de Murillo se tratara, y en dirección contraria, el Cristo citado. Salían a la vez, pero cada uno en sentido distinto, para llegar a encontrarse en la plaza del Ayuntamiento.
A la Inmaculada la acompañaban las mujeres y las niñas, y al Cristo los hombres y los niños. Era algo singular, diferente, distinto a la vez de emotivo. Procesionábamos rezando, cada uno en su lugar, hasta llegar el lugar del encuentro, en el que había que realizar tres genuflexiones y poner las esculturas una frente a la otra, sonando simultáneamente. En esa mañana tranquila, soleada y con un viento suave y a agradable, el himno nacional era para mi edad el momento supremo, glorioso, lleno de armonía, para regresar todos juntos hasta llegar a la iglesia.
Este año, los proyectos que teníamos, como otros muchos ciudadanos, los vamos a depositar en un cajón, por si algún día nos apetece hacerlos realidad, pero todos sin excepción, desde nuestro confinamiento, podemos acudir a nuestro depósito de recuerdos, y tomar aquellos que nos permitan disfrutar, de un sentimiento de paz y de esperanza, frente a nuestro estado de incertidumbre, todos en algún rincón seguro que buscando, vamos a encontrar algo que nos devuelva una sonrisa, que además la podamos compartir.
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