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No tendrá más de diecisiete o dieciocho años, y es morena, menuda, de ojos verdes, larga melena y bonita figura. Apenas circula gente por la calle en una de esas extrañas tardes santanderinas del mes de julio en las que se busca la sombra. Camino ... despacio, sin prisa, me fijo en dos niños que cruzan corriendo la Plaza Porticada en dirección al Paseo de Pereda, y veo que la joven se acerca con tímidos pasos, primero, y de forma decidida después. Su educación al abordarme es exquisita, la mirada luminosa, dulce la voz, y deduzco que es nueva en esto. Mi impresión es acertada. Nunca lo ha hecho, lo revela ella misma, aunque lo que le falta de la experiencia que adquirirá con la práctica lo compensa sobradamente con una simpatía arrolladora. Siempre recordará, me dice al despedirse, que su estreno fue conmigo.
La vida no es sino una sucesión de principios y descubrimientos. El primer amigo, la primera escuela, el primer maestro, la primera novia, el primer beso, el conocimiento del otro, el primer hijo, el primer trabajo, el primer éxito y el primer fracaso. Es imprescindible mantener la ilusión hasta el final de los días -«esto no me había pasado nunca», se asombraba una señora con más de noventa primaveras- porque el aprendizaje comienza en el vientre materno, prosigue en la cuna, asciende en la pubertad, se consolida en la madurez y solo termina con la muerte, pero nada es comparable a los sueños y fantasías adolescentes, a los aciertos y errores de esa brevísima etapa de juventud en la que, apenas iniciado el camino, las primeras veces son continuas, la capacidad de sorpresa es infinita y reímos por todo y lloramos por nada.
La chica de la Plaza Porticada era una de muchas otras, con horas de vuelo, las más, y debutantes algunas. Aunque su trabajo no requiere una gran especialización, sí es necesaria cierta habilidad para convencer al cliente. La joven se alegra de que el primer paso, su primera vez, lo haya dado con «un señor tan amable». Yo le deseo que esta no sea sino la primera de muchas veces, de cientos y miles de veces. «¿Quiere un décimo del Sorteo del Oro?», preguntó. «Quiero», respondí. La joven, vestida con un suéter de la Cruz Roja, inició de esta manera el primer trabajo de su vida. No olvidará el instante -lo asegura y lo creo, porque a mí me pasó lo mismo hace ya demasiados años, aunque el recuerdo permanece claro y nostálgico- de su primera venta, su primer logro, su primera vez.
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