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El movimiento populista es un 'conjunto vacío', con un letrero atractivo que invita a los votantes a meter en él las más variadas reivindicaciones; muchas de ellas dispares y contradictorias entre sí. El resultado es que el movimiento consigue gran cantidad de votos que, convertidos ... en escaños, pueden darles el gobierno o una desmedida influencia en quien quiere gobernar. Lo único que tiene que hacer dicho movimiento es aparentar que se toman medidas que responden, aunque sea lejanamente, a las reivindicaciones mayoritarias depositadas en el dichoso conjunto. Mientras esta ilusión perdure perdonará todo lo demás, aunque el precio sea más bien alto.
Un ejemplo apropiado es el 'Brexit'; junto con los nacionalismos periféricos de España, ambos se caracterizan por haber situado el mismo letrero encabezando el conjunto vacío: soberanía. Soberanía significa cosas distintas, incluso contradictorias para grupos de personas diferentes, pero todos entran en el mismo saco. Veamos: un grupo de los que votaron al 'Brexit' pudieron hacerlo por librarse de los estándares europeos para la producción de alimentos cárnicos o el pescado; mientras un segundo grupo lo hacía para librarse de los inmigrantes de la Unión Europea (digamos camioneros), muy necesitados por el primer grupo; en tanto un tercer grupo votaba movido por un celo imperialista -nostalgia de la Gran Bretaña colonial- totalmente ajeno a los dos primeros y viceversa. No hablemos ya de la desindustrialización, a la vez querida y repudiada por un mismo votante que es feliz con las ventajas económicas de la globalización, pero rechaza el aumento de precios de la potencial reindustrialización.
En los tiempos que corren la soberanía es un sueño húmedo. Una vez rechazado el colonialismo como forma de relacionarse entre países -la metrópoli con sus estados clientelares-, la política internacional no ha tenido otro remedio que propulsar la globalización. Podría argumentarse que la globalización no es la causa sino la consecuencia de la pérdida de soberanía de los estados nación, en un mundo cada vez más interdependiente. Dicho de otro modo, la soberanía de los estados nación se hizo insostenible una vez que estos perdieron sus colonias.
Pues bien, he aquí que este es el momento elegido por los ingleses brexiteros, los americanos trumpistas y los diversos nacionalismos que pululan por Europa, para afirmar su identidad y reclamar la recuperación de una supuesta soberanía que hace tiempo se perdió. Los casos más sangrantes, por supuesto, son los de aquellos que ni siquiera fueron un país soberano en un pasado reconocible: sudistas americanos, nacionalistas flamencos, catalanes, vascos, corsos... Pero hablemos del caso inglés y el catalán, sin olvidar que representan un paradigma del que forma parte el resto de los grupos mencionados. De repente, cada vez que Johnson lanza la moneda al aire le sale cruz: no hay gasolina, los súper desabastecidos, Irlanda del Norte en estado de rebeldía, la falta de mano de obra evidente en hospitales, construcción, restaurantes; sin embargo su popularidad no sufre. Les pasa lo mismo a los líderes del 'proces': la economía de la región viene sufriendo seriamente desde el 1 de octubre 2019, se les han ido grandes empresas que no volverán y ninguna nueva quiere instalarse allí, mientras contemplan como Madrid se lleva todos los gatos al agua, el Gobierno de España les ha puesto las peras al cuarto y en la Unión Europea no quieren ni oír hablar de ellos; y no por ello su popularidad se resiente. Solo encuentro una explicación: sus incondicionales están atrapados en el bucle melancólico de la soberanía y no quieren ni saben cómo escapar del laberinto.
La soberanía, como la idea de libertad, ha devenido en puro sentimiento. La misma gente a la que en el fondo le gusta que la gobiernen está dispuesta a pagar un alto precio por sentirse libre y soberana; otra contradicción que añadir a las más arriba señaladas. A la gente le atraen los líderes que proyectan autoridad, capaces de ejercer la mano dura en situaciones críticas, ello le hace sentirse segura y bien gobernada, no temer que la tierra se abra bajo sus pies. A la vez, esa gente necesita sentir que su líder abriga sus mismos sentimientos, que es uno de los suyos sin sombra de duda. En ese caso no se siente mandada sino bien dirigida. Está claro que libertad y su corolario, soberanía, son sentimientos básicos que la gente abriga en su alma. El líder populista lo sabe y hace de ellos su bandera, su promesa jurada. Sus seguidores le creen a pies juntillas y están dispuestos a seguirle hasta el borde del abismo. Cosa distinta es que se tiren con él; en la historia hubo líderes que lo lograron, pero uno tiene la sospecha de que quienes han surgido en la actualidad no están hechos de la misma madera. Las circunstancias, eso que tanto preocupaba a Ortega, tienen un peso determinante.
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