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Venía yo cavilando, de vuelta ayer a casa, sobre la sorpresa que me produjo el otro día la noticia de que un querido compañero de la facultad pensaba jubilarse. Por lo visto, estaba un poco harto del rumbo que habían ido tomando las cosas en ... los últimos años y no se sentía ya con ganas de acomodarse a las nuevas exigencias de la vida académica. Se quejaba de que él, antes, era un profesor universitario que, programa en mano, enseñaba su materia y tenía autoridad para exigirla después; ahora, en cambio, debía cumplir una «guía docente» llena de imposibles requisitos, objetivos, competencias generales, competencias específicas, resultados de aprendizaje, capacidades y desarrollos varios, y se le pedía que, más que un profesor, fuera un colega de sus estudiantes, obligado poco menos que a entretenerlos en clase unos mesecillos y hacer como que, encima, en la mitad de tiempo aprendieran lo mismo.
No le reprocho a mi colega sus ganas de jubilarse, porque, efectivamente, todos los profesores, universitarios o no, llevamos años viviendo una extraña revolución en la que tú ya no eres el profesor que eras, porque las leyes cercenan tus funciones. Antaño todos los profesores compartíamos la doble misión de transmitir unos conocimientos y la de juzgar en qué medida tus alumnos los habían adquirido. Para lo primero, el estado te investía de 'auctoritas', gracias a tus estudios y oposiciones; para lo segundo, te otorgaba 'potestas', de acuerdo con una escala prefijada y unas garantías públicas. Esas dos particularidades, entre otras, te granjeaban, además, el respeto de alumnos, familias y compañeros.
Sucesivas leyes han ido mancillando, sin embargo, ese estatus del profesor. Primero se introdujo la novedad de que un alumno pudiera «promocionar» (otrora «pasar de curso») con una asignatura suspensa en la enseñanza media. En la universidad hace años que cabe el «aprobado por compensación» que te permite aprobar cualquier última asignatura sin examinarte, solo cumpliendo ciertos requisitos. Lo último es que la nueva ley de educación introduce la posibilidad de que incluso con dos suspensos pueda un alumno promocionar, con el visto bueno del equipo docente. Se trata de que «nadie se quede atrás», aunque se vulneren la 'potestas', la 'auctoritas' y, consiguientemente, el respeto general del profesor.
El ministro de universidades ha apoyado recientemente esta polémica medida, porque «condenar a un alumno por un suspenso es elitista» e impedirle pasar de curso «va machacando a los de abajo y favoreciendo a los de arriba»; por ello, a estos alumnos «hay que darles la oportunidad de que lo puedan reparar y puedan seguir su vida normal». Al ministro se le olvida que un suspenso no es un capricho de profesor, sino el resultado de haber perdido no una, sino todas las oportunidades que tiene cualquier alumno de recuperar sus materias suspensas; y que un profesor no debe medir las circunstancias del alumno, o sea, no debe juzgarlo de modo distinto porque sea «de abajo» o «de arriba», sino solo por los conocimientos que demuestre haber adquirido.
El daño social que tal práctica provoca, más allá de socavar la autoestima de cualquier docente, es perverso. En efecto, el Estado delega en el profesor la enseñanza y la valoración de los méritos y deméritos de cada alumno, según su capacidad y esfuerzo; y el profesor es garante de que tales méritos son reales y responden a lo que significan donde se hagan valer. Por ejemplo, a la hora de solicitar plaza en una facultad o a la de buscar un puesto de trabajo, no es lo mismo tener una media de 5 que de 9, con lo que eso implica. Si un profesor pone un 7 a un alumno de 3, por ser «de abajo» y para no «machacarlo», estará falsificando una realidad que perjudicará a un alumno de 6, sea «de abajo» o «de arriba», que aspire a lo mismo.
Por eso no comparto la demagógica práctica de algunos colegas de repartir aprobados generales, ni mucho menos la de quienes creen revolucionar la enseñanza a base de regalar dieces a todos sus alumnos: si tienes que suspender, tu obligación es hacerlo, por muy impopular y machacador que sea.
En este sentido, recuerdo a cierto profesor de bachillerato que me decía que su asignatura estaba «protegida» y que por eso todos sus alumnos aprobaban; que ya los suspendería la vida. Tan inmoral argumento me obligó a replicarle: «No olvides que la vida también eres tú».
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