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Soy de los que no cruzan la calle con el semáforo en rojo aunque no vea un coche a un kilómetro de distancia. Cedo el asiento en un banco del parque o en el transporte público cuando la ocasión lo requiere. Cuido el mobiliario urbano, ... no tiro nada al suelo, trato de usted a quien no conozco, procuro beber líquidos y no sorberlos, doy los buenos días, hola y adiós a todo el mundo y doy las gracias por cualquier nimiedad. Pido las cosas por favor, me disculpo si me equivoco y guardo el turno en la fila sin intentar colarme. Esto, y mucho más, lo llevabas aprendido de casa, pero también lo enseñaban en la escuela. Existía una asignatura llamada Urbanidad, que puede traducirse, para quien desconozca la palabra, como una forma de comportamiento agradable a los demás. La urbanidad no es sino respeto al prójimo, educación y buenos modales.
En esa escuela, al maestro no se le llamaba Julio o José sino don Julio o don José, no era tu igual, y si el alumno llegaba a casa con alguna queja, los padres, de entrada, le daban la razón al docente y luego ya veríamos. Hoy lo agreden. La permisividad inadecuada crea pequeños tiranos, y así nos lo advierte Emilio Calatayud, el juez de menores más conocido de España: «Tu padre no es tu amigo, es tu padre. Hemos pasado en pocos años del padre autoritario a la corriente psicológica según la cual hay que dialogar, hay que argumentar y hay que razonar con nuestros hijos, cuando debemos recordarles que no somos sus colegas, y si tienen derechos también tienen obligaciones que cumplir». Los niños y las niñas crecen desconociendo normas elementales de convivencia en sociedad e ignorantes de que la amabilidad y la cortesía aún habitan entre nosotros.
Van dos ejemplos. Uno. Un hombre -queda gente así- abre la puerta de una cafetería y la mantiene abierta para que pase antes la chica que viene detrás. La joven le mira de arriba abajo y le pregunta perpleja, con cara de no entender nada, a qué viene eso, a santo de qué. Dos. El autobús viaja lleno, un grupo de mujeres está de pie y un señor de mediana edad se levanta con el fin de que ocupe su sitio una de ellas. Casi lo fulminan -machista, antiguo, qué se ha creído- ante el asombro del pasaje compuesto por personas normales. Posiblemente, los dos hombres, el del café y el del autobús, lo piensen antes de cometer el mismo error. Pero volverán a hacerlo. Es más poderoso el tirón de la educación recibida, la que nos hace ciudadanos, que la actitud absurdamente belicista de las talibanas de Santander. Afortunadamente, son una inmensa minoría. Por ahora.
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