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La cobardía siempre ha existido. La sociedad la ha soportado y ha logrado avanzar manteniéndola como un resignado lastre de nuestra naturaleza, porque sin ánimo y sin valor, cuyas carencias diseñan los prototipos de los hombres y mujeres cobardes, nadie llega lejos.
Hay muchas clases ... de cobardía, como la venial y pasiva que a veces paraliza la acción y nos deja huérfanos de decisiones. Es la que luego nos conduce a la reflexión arrepentida de ¿qué hubiera pasado si me hubiera atrevido a hacer tal o cual cosa? Al menos se reconoce y se expone en un autoanálisis que invita al propósito de enmienda.
Pero es otra cobardía, la activa e intencionada, la que me saca de quicio. La cobardía de quienes baten el récord de insolencias en tiempos de prosperidad y luego se esconden débiles y temerosos como respuesta a las adversidades. Gente sin agallas. Un conductor que atropella a un ciclista y acelera para huir. Un borracho que se lleva con su coche la vida de dos jóvenes y sigue celebrando su juerga como si nada hubiera pasado. En líneas generales, es la cobardía emparentada con el abuso, el maltrato o la explotación a los más débiles y desamparados.
Es difícil acostumbrarse a esas cobardías, aunque hayamos convivido con ellas desde el inicio de los tiempos. Pero en el siglo XXI, como otra odiosa epidemia, parece que tendremos que asumir otra cobardía más que nos infecta desde las redes sociales. En la demografía de los perfiles falsos que se propagan vacíos para dar importancia a otras cuentas, también hay brotes que suplantan identidades para crear confusión o defender intereses políticos y perfiles anónimos que se enmascaran obsesionados con el ánimo de desprestigiar, denostar, injuriar o calumniar. Qué fácil es despotricar así. Dicen los psicólogos que estos anónimos suelen ser personas frustradas, «desheredados universales» parias infelices a los que la envidia corroe en cuanto presienten el éxito o la popularidad del prójimo y, en definitiva, cobardes que no abandonarán nunca la vergüenza de su propia identidad ni el miedo de mostrarse fracasados ante la mirada del espejo.
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