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Empiezo donde terminé la semana pasada. Un individuo cuya memoria está absolutamente manipulada desde su exterior ha dejado de ser un ser humano. La mentira ha sido un instrumento en manos de los políticos para alcanzar sus fines partidistas desde siempre. No solo los políticos ... sino sus simpatizantes, más o menos conscientes de que se distorsionaba la realidad de los hechos, entraban en complicidad: «yo sé que exageras, y tergiversas la verdad, pero miro para otro lado porque me conviene. Es decir, no me engañas». De lo que estamos hablando al tratar del totalitarismo es de un salto cualitativo en la dimensión y la función de la mentira, que poco tiene que ver con las citadas mentiras tradicionales. La mentira totalitaria está instalada en el corazón del sistema político, es el centro de una nueva civilización que pretende reemplazar a la existente. El triunfo cognitivo del totalitarismo residiría en que ya no puede ser acusado de mentir porque ha abrogado la propia noción de verdad; lo que ahora se llama posverdad ha venido a reemplazarla. La diferencia entre verdadero y falso se ha esfumado.
La genialidad de Orwell en 1984 fue poner de manifiesto la filosofía que subyace a la mentira totalitaria, hasta qué punto dicha mentira es vital para el sostenimiento del sistema. El 'Ministerio de la Verdad' es el encargado de fabricar y cultivar la mentira totalitaria, se dedica a la concienzuda destrucción de los registros históricos, sustituidos por otros totalmente acordes con los actuales necesidades del sistema; los archivos de libros y periódicos son reescritos y reemplazados, a sabiendas de que están destinados a ser reemplazados a su vez en un breve espacio de tiempo. Por este procedimiento a la gente se le hace imposible recordar la versión original, ya se trate de hechos, palabras, personajes... incluso del nombre de las calles. El objetivo perseguido es el olvido completo de la historia y la cultura tradicionales y su sustitución por lo que hoy se les afirma como hechos reales, al punto de mudar la memoria cada mes, cada semana, cada día, cada hora, según las necesidades del Estado.
Cuando la memoria -individual y colectiva- se ha hecho propiedad del Estado, ha sido nacionalizada como cualquier industria privada, la gente del común habrá quedado a la total merced de sus amos, privados de su identidad, desamparados e incapaces de cuestionar cualquier cosa que se les diga o se les haga. Se habrán convertido en autómatas cuya voluntad propia ha sido substituida por la voluntad del Estado. No se revelarán, no pensarán por su propia cuenta, dejarán la creatividad en las tenazas de la Inteligencia Artificial. Habrán sido transformados de sujetos en objetos. Serán felices a su modo, amarán al Gran Hermano, un supercomputador para el que trabajan miles de computadores igualmente inteligentes... Los humanos no habrán dejado de trabajar, pero como esclavos al servicio de ese ejército de robots.
El punto es que si los registros físicos de los hechos y su recuerdo en la mente humana se erradican por completo, no existe forma humana de establecer la verdad en el sentido común de la palabra; lo único que queda es la posverdad que, en consecuencia deviene verdad. La vasta y profunda corrupción del lenguaje produce con el tiempo un personaje incapacitado para percibir su propia mendacidad, la falacia en la que habita.
En un sistema totalitario la mentira cumple funciones sociales, psicológicas y cognitivas, que en la política democrática satisface la verdad. En el totalitarismo la psicología cumple la específica función de sembrar en la mente del súbdito la confusión y la creencia de que nada es verdad per se, cualquier idea puede declararse verdad por decreto. Se produce un 'hombre nuevo' privado de voluntad y resistencia moral, despojado de su identidad social e histórica, robado de la posibilidad de identificar y autoafirmarse mediante la rememoración del pasado colectivo. La filosofía totalitaria proclama que el bien común tiene absoluta prioridad sobre los intereses individuales, borrando de un plumazo la maquinaria para resolver los conflictos de interés que ocupan al sistema democrático a tiempo completo. Para ello tiene que reducir la existencia del individuo a la del «todo social», negando que la existencia personal sea «real» sino un mito anacrónico que debe ser suprimido.
En el pasado el totalitarismo expuso su talón de Aquiles: solo funcionaba mientras la relación del régimen con sus súbditos se limitara a la obediencia pasiva; pero al llegar a una situación crítica que exigiera la participación activa de la gente, el régimen hacía agua y tenía que recurrir a la represión más brutal. Pues bien, este es el obstáculo que la Inteligencia Artificial ha venido a salvar: ya no es precisa la motivación de los súbditos; mientras los robots puedan aportar la solución a la crisis, incluso de forma más solvente, se puede mantener al individuo en la obediencia pasiva indefinidamente. Lo único que realmente se necesita es que el súbdito no interfiera en el correcto funcionamiento de la técnica.
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