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Me considero rural, un fruto más del campo. Mis raíces se sitúan en ese amplio espacio y mis primeros recuerdos me evocan el final de los años cuarenta y principio de los cincuenta, con un amplio y horizontal campo, horadado por unos surcos algo profundos, ... que no alcanzaban la categoría de valles, por donde en los escasos días de lluvia discurrían unos pequeños regatos hasta el río Duero.
En algunas ocasiones de tormenta atronadora, rota por la permanente persistencia de latigazos resplandecientes, cuando caía el agua de forma casi torrencial, estos escasos regatos alcanzaban el nivel de riachuelos, cuyos cauces desbordados caminaban hasta introducirse en el pueblo. Allí las casas de adobe o tapial se reblandecían, incluso en ocasiones caían, con las pérdidas consiguientes, porque la vida familiar tenía lugar en la planta baja. Pero al día siguiente, una vez liberadas las nubes de su líquido elemento, el sol nos cubría a todos desde su total esplendor, totalmente ajeno a las secuelas de la lluvia. Volvía lentamente la paz y con ella, el análisis de las consecuencias del enfado del tiempo.
Entonces se sembraba trigo, cebada, centeno, avena y algarrobas, representando el trigo la cosecha fundamental. El Estado era el único comprador. Este imponía un precio, además de una extensión a cultivar. Y a su vez, subvencionaba el mineral y la simiente para la siembra, para rendir cuentas el día de la entrega del producto, en el silo, situado de forma estratégica, que cumplía las funciones de almacén. El resto de productos disponían de compradores particulares, sin que estuvieran regulados. Te ofrecían un precio, despreciando el de producción, y te quedaban dos opciones, quedarte con ello para venderlo al por menor, o entregarlo al precio impuesto. Siempre, incluso desde niño, lo vi injusto. Trabajabas y no sabías lo que ibas a obtener, pero era el tiempo de la dictadura, amén de que el campo fue el área económica siempre despreciada y sin prestigio.
El agricultor disponía de poco margen de maniobra. Todo venia, con mejor o peor criterio, impuesto. En cada pueblo existían las hermandades de labradores y ganaderos, puramente administrativas. Si alguna vez les citaban, era para imponerles lo que esperaban de ellos, no existía diálogo, tampoco información. A cada agricultor, dependiendo de su extensión de terreno, le imponían unas determinadas fanegas para siembra, sin discusión, es lo que tocaba.
Junto a legumbres y cereales, existían algunas viñas que había que labrar de forma casi artesanal y de las que algunos agricultores hacían, además vino para consumo propio, para la venta, al precio que fuera impuesto por el comprador, bodeguero y dueño de alguna cooperativa. Era un productor que disponía de cepas de calidad, pero no producía económicamente nada.
Al final de los años 50, todo dio un pequeño salto cualitativo, comenzó el riego gracias a la construcción de un canal, diversificándose la producción. Se comenzó a sembrar remolacha, maíz, alubias y alfalfa, fundamentalmente. Pero seguía el monopolio del Estado, te imponía la siembra de remolacha y te la compraba al precio que él decía. Como consecuencia de esto, nacieron las pequeñas explotaciones ganaderas, de vacas para carne, así como apriscos, todo ello no industrializado, y con enfoques nada ortodoxos. El trabajo era vital, permanente y muy exigente.
En muchas ocasiones yo me he preguntado las diferencias de este tipo de producción con el correspondiente a la Edad Media, salvo que eres dueño de la tierra que labras. Sembrabas lo que te ordenaban, en las extensiones que te imponían y al precio que te indicaban, y aún así no siempre te lo compraban. Se trataba de trabajar más cada día, de sol a sol, para no obtener más, obligándote a solicitar créditos para dotarte de la nueva tecnología, que terminaban de pagar los hijos. Esto permitía que la producción aumentara algo, que sobrara la mano de obra y que todos aquellos con menos terrenos emigraran. Uno de cada quince agricultores emigraba, llegaba la desruralización y la superpoblación de las ciudades con su insalubridad.
Obviamente, hoy se vive mejor, pero asistimos a cierto distanciamiento entre el que vive bien y el que vive peor o mal. Esto significa que el reparto de los beneficios sociales no es equilibrado. Por ello, se hace necesario mejorar la productividad, desde grandes cooperativas transversales, incluso que traspasen fronteras. Dar calidad, subvenciones para tecnología unidas a todas las posibles transformaciones 'in situ', y comercializar, además del producto virgen o base, sus subproductos, incluso residuos como biomasa. De aquí la necesidad de convenios universidad-empresa y la puesta en funcionamiento de verdaderos centros de, I+D+i.
Que el escalón intermedio, entre productor y la gran superficie, aumente la eficiencia, mejore la logística, recepción, almacenaje y tratamiento del producto, y que las grandes superficies regulen más exquisitamente los precios. Todo esto dirigido desde la administración, con capacidad en principio de subvencionar, tecnología al primer escalón del proceso.
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