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No es la primera vez que menciono los riesgos asociados al empeño en resolver los conflictos sociales (la antiguamente denominada 'cuestión social') desde la política; es decir de arriba abajo, en lugar de empezar por el principio. Puesto que expresada genéricamente resulta una idea un ... tanto abstracta, me propongo ir a lo concreto con el fin de clarificarla.
Quizá la actual política de nuestros países está fracasando por proponerse un imposible: la solución desde arriba de una cuestión social que debe solucionarse desde abajo y en un espacio de tiempo que no se mide por años sino en generaciones. Una propuesta política que, por otra parte, o bien suele hacerse engañando cínicamente para conseguir el apoyo público; o bien responde al voluntarismo, a esas buenas intenciones con las que -según dicen- el infierno está empedrado. Propuestas que, en cualquiera de los casos, conducen a la frustración, al desencanto y, a la larga, al rechazo del sistema. Desigualdades sociales, racismo, situación de la mujer, paz mundial, son cuestiones que se remontan a la noche de los tiempos, áreas en las que la política solo puede ejercer un papel muy limitado y constreñido pues cada una de ellas exigiría un cambio cultural drástico, cosa que impone un plazo demasiado largo para políticos que deben revalidar sus cargos cada pocos años.
La primera recomendación sería adoptar una actitud mucho más modesta y realista ante el tamaño de la tarea. En el corazón de esta tragedia encontramos la obsesión con diseñar un plan universal al que deberían dedicarse ingentes recursos humanos y económicos. Plan que obstaculiza, cuando no impide, el modesto pero significativo progreso que se estaba logrando con recursos mucho más asequibles. La incapacidad de diseñar un plan a medio camino entre ambos extremos dice menos sobre lo que hubiera sido posible, que sobre los sueños de grandeza de aquellos que se han arrogado su ejecución exclusiva. A la par que cortocircuitan cualquier otra iniciativa que pueda poner en duda su macroplan.
Si en lugar de este macroplan se hubieran planteado algo tan modesto como por ejemplo mejorar las condiciones de vida en las comunidades más vulnerables, es probable que hubieran sido más escépticos respecto al proyecto de transformar radicalmente la sociedad y prestado más atención a la historia y a los traumas de las comunidades locales. Por tanto hubieran reconocido sus limitaciones para intervenir eficazmente desde afuera, es decir, desde el gobierno; hubieran entendido que un determinado grado de desorden sería inevitable, que el fracaso a medio plazo es probable y que es esencial ejercer el máximo de paciencia. Uno puede acercar el caballo a la orilla del río, pero no obligarle a beber agua. La humildad es en este caso mejor que la imposición y escuchar mejor que impartir lecciones excatedra. Sin embargo están convencidos de que su fórmula, basada en una supuesta «misión civilizadora» claramente definida, tiene garantizado el éxito y cualquier fracaso debe achacarse exclusivamente a defectos de planificación e insuficiencia de recursos (si en esta reflexión el lector encuentra algún paralelismo con la aplicación de medidas para el control de la pandemia es porque lo hay).
Lo único que consigue la dichosa idea es disturbar un proceso que avanza lento pero seguro en las sociedades bien estructuradas y con programas sociales avanzados, las conocidas sociedades del bienestar; pero cuando se aplica a sociedades en crisis el efecto puede ser fatal. Al comprobar que el plan no está teniendo los efectos deseados los planificadores doblan la apuesta y aprietan más las clavijas, exageran el peligro que supondría el fracaso de su plan, hablan de las malas consecuencias de forma hiperbólica y proponen una ejecución más vigorosa, redoblando los recursos.
Cuando ineludiblemente el plan implosiona dichos planificadores, incapaces de reconocer su fracaso, le culpan del mismo a los supuestos beneficiarios. Los beneficiarios designados lo único que perciben es que dicho plan se movía a paso de tortuga, no conseguían familiarizarse con él y, de hecho, entraba en conflicto con lo que ellos pensaban debía hacerse. Una vez rotos los puentes, ni los planificadores van a regresar a las prácticas moderadas establecidas con anterioridad, ni los súbditos van a confiar en unos planes cuya credibilidad está en serio entredicho. Pero la cosa no se queda así, la intransigencia de los planificadores termina provocando la insurgencia en el otro lado de la ecuación. La, por el momento, irresistible ascensión del populismo sería el síntoma más evidente.
Ejemplos flagrantes de la ingeniería social que aquí se denuncia: programas de reconstrucción tras la pandemia en USA y la Unión Europea; el 'Brexit'; políticas de inmigración en USA y UE; políticas respecto a la desigualdad, el racismo, la situación de la mujer... ¿Qué se debería hacer? Nada de ingeniería social sino lo dicho: planes moderados e implantarlos como quien camina pisando huevos.
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