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Los peores temores de hace cuatro años han terminado por confirmarse, sin que haya sido necesario un segundo mandato de Trump para realizarse. De hecho, estaría ocurriendo todo lo contrario: las posibilidades de su segundo mandato aumentan por momentos a causa de que ha conseguido ... legitimar su método 'urbi et orbe'. Hoy no caben ya dudas de que Trump ha terminado por crear escuela, tanto en EE UU como en el resto del mundo. El populismo nacionalista en el que Trump se inspira no es un fenómeno reciente, sino que goza de amplios antecedentes. Pueden rastrearse sus actuales orígenes al fascismo, al franquismo, al peronismo, al autoritarismo en general; pero la versión trumpista se constituye sobre una base muy específica, que permite distinguirlo e identificarlo como una corriente con perfil propio bien diferenciado y darle el tratamiento de 'escuela' con su propia metodología. Es su metodología, lo que parece estar implantándose cada vez en más lugares. Ya sin que la procedencia conservadora o progresista de los gobernantes sea otra cosa que un epifenómeno, un sesgo político donde lo sustantivo han pasado a ser las formas y maneras de conquistar y mantener el poder. Una auténtica inversión de valores donde el medio ha pasado a ser el mensaje.
Hemos entrado, pues, en una fase política para-autocrática. Detengámonos brevemente en considerar algunos aspectos de la autocracia que forman parte íntegra de la escuela trumpista. La autocracia es un sistema bien definido académicamente que vino a ser sustituido, en la modernidad, por el sistema democrático, el cual se considera su opuesto. La autocracia sería el sistema según el cual el gobernante no reconoce ninguna limitación a su autoridad. El ejemplo clásico es la Rusia de los zares entre los siglos XVII y XIX, donde el zar expresaba su autoridad por medio de edictos, que recuerdan a los actuales decretos a los que los gobernantes actuales recurren cada vez con mayor frecuencia para saltarse el control de los parlamentos. Otro ejemplo clásico sería la monarquía absolutista que proliferó en Europa durante los siglos XVII y XVIII, en ella la corporación dirigente no tenía sus facultades limitadas por ninguna ley constitucional.
Pero en estas versiones históricas de la autocracia había un componente que hoy brilla por su ausencia en el trumpismo y en sus imitadores: había idealismo. Tanto el zar como los monarcas absolutistas estaban convencidos de que la monarquía era el sistema idóneo para la administración ordenada de la sociedad; estaban aterrados con la idea de lo que más tarde Ortega y Gasset llamaría 'la rebelión de las masas', la confusión entre los objetivos sociales y los políticos que acarrearía el desprestigio de la autoridad y, con esta, la implantación de una especie de anarquía real donde cada cual se agarra a sus propias razones: todos somos iguales, todas las razones son igualmente respetables.
Dentro de la actual fase para-autocrática pueden identificarse tres tendencias que tienen la querencia autocrática en común pero divergen claramente en el camino elegido: el reaccionarismo de Trump y Boris Johnson, de Narendra Modi, Erdogan y Bolsonaro; el para-fascismo de Salvini, LePen, el austriaco Strecher, Alternativa por Alemania, o el Español Vox; el peronismo y el populismo peronista-chavista de Podemos (da la impresión de que los podemitas pretenden hacer de Sánchez lo que los peronistas hicieron con Perón; de momento ya no se habla de socialismo sino de sanchismo). La Rusia de Putin parece constituir una clase aparte porque reivindica tanto la Rusia zarista como la Unión Soviética de Stalin, pero responde al denominador común de la falta absoluta de escrúpulos que caracteriza a la escuela de Trump. La China de Xi sí es autoritaria; pero autocrática a la antigua usanza, no ha caído en el populismo. El denominador común de las tres tendencias antecitadas es la escuela de Trump.
Lejos de abrazar el espíritu elitista de la autocracia clásica, el trumpismo elige la opción opuesta: un populismo descarado que busca arrasar con todas las instituciones de la democracia: parlamento, judicatura, cuerpo diplomático, ejército democrático, organismos de seguridad del Estado, etcétera, acusándolos de corruptos y de estar confabulados contra él, único y verdadero representante de la voluntad del pueblo americano. Según una definición del pueblo americano muy restrictiva, compuesta fundamentalmente de patriotas blancos nacidos en EE UU. Lo que se transparenta bajo este velo es un nacionalismo de opereta, un nativismo sobrevenido que difïcilmente disimula una descarnada ansia de poder por el poder y la voluntad de perpetuarse en él mediante el nepotismo más descarado. El idealismo, huelga decirlo, brilla por su ausencia. Nos queda un consuelo. Cuando las querencias autocráticas respetan las formas democráticas (y hasta hoy vienen haciéndolo sin que por ello dejen de minarlas) ello debe considerarse como un homenaje del vicio a la virtud. Y alegrarse de ello pues demostraría que la democracia puede estar tocada pero no hundida. No todavía.
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