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El miedo se nota nada más atravesar las puertas. Es una tensión que se percibe en los hombros, en la forma que dices el nombre del niño sobre la repisa de admisión. El apremio con que sacas la tarjeta sanitaria y dices sí a los ... datos que te leen para corroborar que el paciente es él. Espere ahí, te dice la voz con la mayor calma posible, pero la calma te paraliza porque ahí es un lugar donde decenas de personas esperan de pie o sentadas, tocando el móvil, moviendo la pierna, esperando a que digan su nombre por la megafonía de Urgencias de Pediatría. En plena pandemia de bronquiolitis, y viendo la actitud con que esperamos, me pregunto a qué tenemos miedo cuando entramos en Urgencias donde, por entrar, solo recibes ayuda. ¿Tememos al posible diagnóstico o a las horas de espera que nos separan del mismo? Porque el miedo va por barrios en esa sala, de ahí la duda. Si algo se pone en evidencia en ese pasillo es que no hay marcha atrás, sobre todo cuando tienes entre manos el dolor de un niño y no dejan de entrar más y más criaturas que demandan atención. Ves bebés envueltos en arrullos que no pueden respirar, pero también niños lozanos que juegan con el móvil y se ríen en las rodillas de un progenitor, y ves también una familia que pide antibióticos porque le escuchan toser por la noche, entre niños doblados de dolor en una silla de ruedas. Eso es Urgencias, donde convive lo urgente con la necesidad inmediata de ser atendido, el pasillo donde los profesionales a los que nunca queremos ver se vuelven ángeles luminiscentes y atienden a todos, tanto a los que requieren ingresar o entubar como a aquellos cuyos padres necesitan un curso acelerado de cuándo acudir al centro de salud y cuándo al hospital donde la asistencia inmediata puede ser crucial para muchos niños. El miedo es legítimo, controlarlo es urgente.
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