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La violencia en la sanidad pública y en el sistema educativo es un desgraciado fenómeno que año tras año viene incrementándose, lo que hace que algunos trabajadores de servicios tan esenciales para la sociedad sientan el lógico recelo, cuando no miedo, al acudir a ... sus puestos de trabajo.
El Diario Montañés, el pasado día 11, resaltaba la agresión a una doctora de la sanidad pública en Los Corrales, noticia análoga a la publicada por el mismo periódico el 10 de junio en el que un sujeto, en Castro Urdiales, había agredido con violencia, verbal y física, a un médico de familia, actos ambos que ponen de relieve el aumento de casos que año tras año se vienen produciendo y que afecta a todos los niveles de la profesión sanitaria. Así, citaba que el año pasado se habían producido nada menos que 154 agresiones a personal sanitario, el doble que las notificadas en 2017. Lo malo, decía, es que los casos que trascienden, y por ello se contabilizan, es sola la punta del iceberg de los que realmente se producen.
Igual ocurre dentro del sistema público educativo en el que más de un padre acude a ver al profesor de su hijo no para interesarse por cómo puede mejorar el nivel escolar, o las causas por las que ha bajado en su rendimiento académico para, con su ayuda, intentar su mejora, sino para recriminar, cuando no amenazar y hasta agredir, al profesor por haber osado suspender a su hijo. Ello conduce a una creciente y desgraciada estadística en la que, año tras año, la violencia en las aulas aumenta, tanto por parte de los propios alumnos como de los progenitores, y ello teniendo en cuenta que las denuncias presentadas, al igual que en la sanidad, son sólo una parte muy pequeña de las que realmente se hubieran materializado si se denunciase toda coacción u acto violento hacia el docente.
Es muy posible que ambos fenómenos, explican los expertos, estén íntimamente ligados entre sí, pues sin una correcta educación en valores, en la temprana etapa de nuestra vida en la que forjamos nuestra personalidad, es fácil que luego, en la vida adulta, el ejercicio de lo que pensamos sobre nuestros derechos nos haga olvidar los deberes y responsabilidades de los demás y así actuemos exigiendo aquellos por las buenas o por las malas. Pero si tal comportamiento por parte de los adultos es pernicioso en el momento en que tal acto se materializa, el mismo produce un efecto aún peor para el futuro, cual es el mensaje negativo que se envía a nuestros jóvenes. Y así, cuando éstos, en vez de disculparse ante sus padres por no haber obtenido los resultados académicos posibles, o por haber tenido un comportamiento incívico con sus profesores, comprueban que en vez de ser recriminados por tales actos son respaldados, y hasta defendidos con violencia ante sus profesores, conducirá inexorablemente a que su personalidad futura tienda también a la violencia, cerrándose así un círculo altamente pernicioso.
¿Qué hacer ante tales comportamientos? Indudablemente con los jóvenes sólo cabe una solución: más y mejores escuelas; más y mejor formación; más y mejor educación en valores; enseñarles que sus derechos tienen los límites de los derechos de los demás; inculcarles que el respeto a los otros es la base al respeto a sí mismo; fomentar en ellos el ejercicio de la disciplina y la autoexigencia; convencerlos de que solo el trabajo es la base para el progreso en la vida. ¿Y con sus progenitores? Pues la aplicación inmediata del principio de respeto que debe exigirse en toda relación entre responsables adultos. Por ello, si la relación con el centro educativo en el que estudia su hijo es alterada por aquellos mediante coacción o violencia física, debiera corregirse tal incívica actitud prohibiéndoles su acceso al mismo y su aproximación física a los profesores. ¿Y en la sanidad pública? Pues el mismo principio de respeto debiera ser exigible entre profesional sanitario y paciente. ¿Y si éste no respeta tal principio? Pues la solución debiera ser inmediata: expulsarle del sistema público de salud por un tiempo concreto, prohibiéndole el acercamiento físico al correspondiente centro sanitario y a sus profesionales, salvo que la gravedad de sus dolencias exigiera un tratamiento médico de urgencia, o que, arrepentido de sus actos, se disculpara adecuadamente. ¿Son duras las soluciones indicadas? Seguramente sí, pero, tanto en un caso como en el otro, ¿es admisible que los profesionales de nuestra sanidad y educación pública trabajen bajo el miedo a ser agredidos por algunos sujetos, afortunadamente aún pocos, cuando solo respeto merecen por su esfuerzo y dedicación, no siempre adecuadamente reconocido y menos aún retribuido? La respuesta es clara, ¿o no?
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