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Era un momentazo tal que algunas tuvimos la ilusión, por un nanosegundo, de que quizá no se había fijado nadie y, así, nada se empañaría y nada entraría en barrena viral y, sobre todo –sobre todo– nada restaría brillo a las campeonas. Total, cuántas tonterías ... de este tipo no ocurren a diario: un señor que, en un momento de euforia, le da una palmadita en el culo a una chica o un morreo que parece inocente.
Pero enseguida estuvo claro que lo había visto todo el mundo –literalmente– y que no se dejaría pasar. Porque lo del domingo no fue solo un partido. Si el resultado de esa final nos tenía a moco tendido en el sofá, era por lo que significaba: cuántos niños en cuantos patios no podrían volver a arrinconar a las niñas futboleras al grito de «¡tú no!». Esos buenos críos, adolescentes, jóvenes, adultos que, en general, no se dan cuenta de todos los portazos que dan a las niñas en los colegios, a las adolescentes en sus circuitos, a las jóvenes cuando crean equipos en la universidad, a las adultas cuando son excluidas de cenas porque se van a tratar asuntos serios.
Si nos comió la emoción el domingo, no fue por el gol (que también), ni por el campeonato (que también). No fue por un triunfo que pocos esperaban (que también). Fue por el respeto que veíamos que tendría que abrirse paso, inevitablemente, hacia unas profesionales –no, no son 'las niñas', ni 'las chicas'– que se van a convertir en espejo para toda una generación. Y en esto llegó él, exultante, sobrado, y nos puso otra vez ante la realidad. Ni siquiera fue consciente de lo que hizo. Eso es lo tremendo: que si hay que explicarlo, entonces el gol, la final y la gesta se nos adelgazan hasta quedar en un simple partido ganado por unas mujeres excepcionales. Malditas feministas que todo lo lían.
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