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Mientras Macron se volvía del revés viajando entre París, Bruselas, Moscú y Kiev para confrontar como presidente de turno de la Unión Europea la crisis desatada por la invasión Rusia de Ucrania, Marine Le Pen se dedicaba a recorrer Francia retratando a Macron como «un ... globalista distante que se preocupa más por los extranjeros que por los franceses»: ¡Vive la France!
'Viva Francia' es una frase ritual que los presidentes franceses utilizan en todos sus discursos oficiales desde la Primera República para sustituir el clásico 'Viva el Rey', siguiendo el ejemplo de la república americana y su 'God bless América' (Dios bendiga América) con el que todos los presidentes americanos finalizan sus propios discursos.
Curiosamente, en ambos casos se trata de una frase que raramente oirán salir de la boca del ciudadano de a pie. Es más bien un desgastado grito patriótico, vaciado de sentido, que significa cosas distintas para cada cual; razón por la cual se usa indiscriminadamente en las ceremonias públicas para terminar la representación con un emocional do de pecho.
También en ambos casos la realidad real discurre por otros derroteros, siguiendo una ruta cada vez más preocupante. En el caso de Francia, nuestra vecina y adalid de la Unión Europea, hablamos de un país de referencia al que mirar con atención, en tanto que aviso para navegantes en las tormentosas aguas de nuestra región.
La tormenta francesa, como todas las grandes, tiene nombre propio: Marine. Le Pen, cómo no, sigue la tradición populista de salvar a los franceses de todas sus desgracias. Su trumpista promesa de reducir el coste de vida (gasolina, electricidad, alimentos), la sumisión a la UE, la inmigración musulmana, el crimen callejero... ha acabado calando en las mentes y, sobre todo, en los corazones de mucha gente: 'Francia primero'. Marine, madre soltera, tres hijos, miembro puro de una clase media demediada por el elitismo de Macron, que desprecia a los franceses del montón y sus numerosos problemas agravados por las crisis: la financiera, la pandemia y, ahora, la de Ucrania.
Le Pen, que ya lleva haciendo política electoral más tiempo que su progenitor, ha aprendido de la experiencia y se ha convertido en una candidata formidable. Sobre todo ha aprendido a manejar con gran habilidad el ancestral truco de disfrazar al lobo con piel de oveja. Algo que para Trump siempre ha sido superior a sus fuerzas y que Abascal (nuestra versión nacional) solo logra en días alternos. Alguna ventaja tenía que tener el ser mujer. La anti-todo de 2017, que inspiraba un miedo justificado, ha decidido cortarse las uñas. Su nueva imagen inspira una tranquila confianza; pero no nos equivocamos, la procesión va por dentro. Para ejemplo, la tajada del voto de extrema izquierda que se ha llevado en la segunda vuelta.
Los extremistas a derecha e izquierda parecen haberse puesto de acuerdo en una cosa: hay que renacionalizar Francia; aplicar medidas proteccionistas de la economía y la soberanía nacional. Lo que siempre se llamó mercantilismo -pan para hoy y hambre para mañana- se ha convertido en la enseña de una Francia dizque renovada.
En el terreno de la cosa pública, han declarado difunta la muy francesa división del espacio político en izquierda/derecha, sustituyéndola por la de nacionalismo/globalismo. Los excesos de la globalización se han hecho obvios y habrá que corregirlos; pero tirar el bebé con el agua del baño es volver a los años 50 del siglo XX. El aumento generalizado del nivel de vida de entonces acá, es igualmente obvio. Pero el nacionalismo es la negación de este progreso y lleva aparejado mucho más que consecuencias económicas: políticamente es divisivo, de puertas adentro, y tóxico de puertas afuera; caldo de cultivo de guerras civiles, de las dos guerras mundiales, y potencial fertilizante de una tercera.
Aunque haya perdido en términos absolutos, Marie Le Pen ha avanzado proporcionalmente de forma espectacular. Con ser esto importante lo más significativo es que, lo que le ha permitido dar este salto adelante, no ha sido el discurso del cambio sino el discurso de la seguridad económica y personal. Puede afirmarse sin mucho margen de error que una mayoría de franceses confía más en ella que en él, a la hora de sentirse protegidos contra la adversidad. Una manera de señalar con el dedo a una élite en la que han dejado de confiar. Los vientos que hincharon las velas del 'Brexit' y el trumpismo soplan ahora en Francia. Le Pen tiene el punto de mira apuntando a las zonas agrícolas y las áreas desindustrializadas, Macron quiere seguir ganando en los distritos más prósperos; pero el electorado de Le Pen parece estar mucho más motivado.
¿Durante cuánto más tiempo conseguirá Macron que la gente vote contra la extrema derecha? En las elecciones de junio a la Asamblea Nacional (donde, por cierto, la extrema izquierda puede jugar un papel decisivo) tendremos alguna respuesta.
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