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Superado el confinamiento, esos cien días de recorte de libertades, y como el enemigo no nos ha abandonado, persiste entre nosotros con la misma intensidad agresiva, se nos ha ordenado el cumplimiento de unas normas, que dificulten su difusión y sus efectos: ... uso de mascarillas, lavado de manos permanente, utilización de hidrogeles, no tocarse la boca, nariz y ojos, y guardar una distancia de más de metro y medio con cualquier interlocutor. Son actos que en su conjunto tratan de dificultar o prohibir que el virus transite entre nosotros, provocando, como ya hemos vivido, la presencia de casos clínicos graves, e incluso de fallecimientos, porque, en el fondo, a todos nos ha declarado sus enemigos, sin distinción de sexos, edades, razas o credos.
Esta situación coherente, beneficiosa e incluso imprescindible, porque el virus está en nosotros y somos sus portadores, en algunos conciudadanos no ha tenido el eco esperado o la aceptación normal deseada, incluso se ha podido recibir cierto desprecio, pasividad o pasotismo.
Esta mañana, visitando el vestuario de un centro deportivo, al pasar a la ducha después de realizar alguna actividad física, dos personas que superaban los sesenta años comentaban: «Yo, que me dejen en paz, ando a mi aire, no tengo miedo, no quiero que me molesten con tonterías», a lo que el compañero secundaba afirmando: «tienes razón, si realmente esta situación es artificial, es la lucha entre países, los chinos nos han querido envenenar y casi lo han conseguido, y viendo dónde han llegado, han parado todo, todo ha terminado».
Me pareció increíble, pero la convicción de la exposición era tan resuelta, además de que su edad requería cierto respeto, que me quedé congelado, pensando en el discurso que había escuchado. ¿Cómo después de lo vivido, y que se sigue viviendo a nivel mundial, hay personas que pueden pensar tan artificialmente, tan erróneamente, como si carecieran del más mínimo sentido común?
La verdad es que aún sigo asombrado por la sorpresa, al darse entre personas normales ese tipo de opiniones tan vacías de argumentos. Y sigo buscando la explicación, la respuesta al acontecimiento, que en mi criterio no es otra que la ignorancia o la ausencia de una visión objetiva y crítica de nuestra realidad social, quizás con el añadido del desprecio a la obligación del cumplimiento de unas normas.
Ese mismo día por la tarde noche, con una agradable temperatura, paseaba con mi mujer y a la altura de un supermercado observamos a un grupo de jóvenes, todos ellos con bolsas de plástico repletas de botellas de licor y refrescos. Era un grupo de unas catorce personas y ninguno tenía mascarilla. Todos compartían risas, mensajes y movimientos en grupo, sin acordarse de la distancia legal. Cantaban, reían y alguno saltaba o bailaba.
De inmediato pensamos, cuánta irresponsabilidad, cuánta inmadurez, porque nos imaginamos que todos tendrían padres, abuelos, familiares, vecinos y que además disfrutarían de una información básica de lo que está ocurriendo y de lo que ha ocurrido o de lo que puede acontecer. Si seguimos todos su comportamiento sería el caos. Se supone que habrán escuchado a sus padres y familiares, incluso a sus profesores qué es una pandemia y qué tipo de pandemia es la que estamos sufriendo. Y seguimos inmersos en ella, pudiendo ocurrir nuevos brotes, con el amargo fruto de enfermos y fallecidos y la presión sanitaria existente.
Todos en estos casos solemos comentar, por no darle la trascendencia que corresponde, que son cosas de jóvenes, que siempre van a lo suyo, que son por naturaleza egoístas, que su edad les permite observar su final muy lejos, incluso en el infinito, pero es que las tumbas están frescas, muchas familias se han roto, los sanitarios están enormemente fatigados, cansados y muy preocupados porque el instinto del sanitario es curar y, en este caso, carecen de armas, no saben lo suficiente, falta experiencia, porque estamos frente a un enemigo desconocido.
Al día siguiente coincidió, comentando con una persona cercana lo relatado, que él se sentía tan preocupado como yo. Ayer, me dijo, asistí a una cena familiar con unos amigos. Acudimos junto a sus dos hijos casados e independientes, y un matrimonio amigo. Éramos diez personas. Todos acudimos con mascarilla a la hora convenida, nos sentamos y lentamente con los entremeses fuimos retirando las mascarillas. Todo cordial y amable, pero con la bebida posterior se culminó el desorden, surgió la aglomeración, cercanía, hablar todos que es igual que hablar en un tono muy alto, reír, cantar, que es disfrutar y pasarlo bien, y las normas quedaron en el recuerdo. Esto significa que la ignorancia, a pesar de las múltiples explicaciones, es más frecuente de lo que nos parece, que el olvido o la inconsciencia, especialmente en la juventud que se cree eterna, es un hecho que hay que trabajar, y que a todos en el fondo nos cuesta aceptar limitaciones, y bajamos la guardia aprovechando cualquier ocasión, sabiendo que el virus está en nosotros, y que somos los únicos responsables de una potencial transmisión.
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