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Hoy, algunos historiadores revisionistas tienden a ver la Revolución francesa como un caso paradigmático de exceso revolucionario, que terminó abriendo la puerta a la dictadura de Napoleón; el mayor populista occidental que habían conocido los siglos, desde la dictadura de Julio César. Un componente común ... a este tipo de revoluciones es que se producen en momentos históricos caracterizados por la crisis del sistema político-económico; pero, paradójicamente, un momento en que la sociedad civil parece haber comprendido la gravedad de la situación y está dispuesta a aceptar reformas sociales que la mejoren.
Los revolucionarios leen esta situación al revés, ven el hartazgo de las clases más desfavorecidas como caldo de cultivo ideal, no para potenciar las reformas del sistema que alargarán la vida de este sino para provocar un cambio de régimen. Como consecuencia se dedican a difamar el régimen vigente y a propiciar un cambio estructural, exagerando el apetito del público en general para proceder a dicho cambio.
La situación actual, tanto en España como en EE UU, me evoca esa fase prerrevolucionaria. La pandemia del covid-19 es un buen ejemplo. Los peores efectos de la crisis financiera de 2008-2012 parecían superados en 2019, los motores de la economía volvían a funcionar a buen ritmo, el desempleo se reducía un mes tras otro... y ahí llegó el covid y descompuso el puchero. No obstante, la reacción económica de los gobiernos fue muy sensata, intervinieron la economía con estímulos orientados a frenar su caída en picado y ayudaron a la población más desfavorecida para que lograra sobrevivir; pero en lugar de arrimar el hombro y dejar las querellas políticas para mejor ocasión, se ha leído la crisis como una oportunidad excepcional para llevar a cabo aquellos cambios que en circunstancias normales se descartan como sueños húmedos. «Toda crisis es una oportunidad de cambio», reza el eslogan; y se da un paso más: una oportunidad de cambio radical.
Así, la extrema derecha española lo ve como la oportunidad de terminar con las autonomías y recentralizar el sistema, como lo estuvo durante el franquismo. La extrema izquierda, por el contrario, quiere convertir el sistema autonómico, no en un sistema federal sino en una confederación de estados libre-asociados. Así, lo que tendría que haberse confrontado como una pandemia pura y dura, se ha convertido en una crisis política, económica y social (seriamente agravada por la II Guerra Fría) de la que todos quieren sacar partido; pero de la que saldremos todos perdiendo. Lo contrario de lo que supuestamente se pretendía.
Después de la exitosa revolución americana de 1776, todas las revoluciones occidentales han sido un desastre detrás de otro: Francia, Rusia, Alemania, Italia, España, América Latina... Y la razón ha sido siempre la misma. Estados Unidos hizo una revolución política para sacudirse el yugo colonial, nunca pretendió resolver la cuestión social. La cuestión social desnaturalizó la Revolución francesa, cuyo objetivo original era la cancelación de la monarquía absoluta. La cual, según los citados historiadores, estaba evolucionando hacia una monarquía parlamentaria cuando se interpuso la revolución social. En Rusia, la revolución social fue el punto de partida para la sustitución de la monarquía por una república; el leninismo y, sobre todo, el estalinismo dieron al traste con el proyecto. En España, la revolución social de 1934 desencadenó la guerra civil y la cosa terminó en revolución fascista; el fascismo ya había triunfado en Italia y Alemania. La historia de las revoluciones sociales en América Latina sigue todavía su curso, dejando por el camino los cadáveres de Argentina, Paraguay, Cuba, Venezuela, Bolivia, Nicaragua...
Lo que ha enervado los ánimos de la izquierda, tanto en Europa como en EE UU, es que las dos crisis sucesivas -la financiera y la pandémica- no han dado un empujón decisivo al soñado imperio progresista en el mundo occidental. La izquierda se equivocó al interpretar el apoyo a las medidas de emergencia como una bendición a su manera de pensar y actuar. A la derecha, lo que ha predominado es el miedo a que tal revolución pudiera triunfar y deje aparcada en la cuneta la revolución cultural que vienen promoviendo las huestes conservadoras desde la época de Thatcher y Reagan. En cuanto a los dos tercios del mundo restantes, exclaman incrédulos ¡Estamos en guerra!
Es fácil equivocarse y confundir la situación actual con el período de entreguerras mundiales que vio surgir el fascismo, el nazismo y el comunismo. Aunque lo evoque, esta situación tiene sus características propias. Para empezar el consumismo, tal como lo conocemos, no había llegado entonces a los extremos que ahora lo ha hecho. Tampoco el hiperindividualismo actual era tan acusado. Las tres revoluciones de entreguerras todavía estaban inspiradas por un idealismo que no por desviado era menos patente. Las revoluciones actuales adolecen de un cariz más inhumano. Y estamos en Ucrania y la II Guerra Fría.
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