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El molino número 13 del parque eólico Garma Blanca se ha convertido en la peor pesadilla de una familia que emigró al interior del precioso valle de Matienzo (Ruesga) en 2016. Son originarios de Ciudad Real y no recalaron en Cantabria por ... ser infinita, que también, sino por algo más importante: la salud de Rosa Nieto, la madre de esta familia manchega de cuatro miembros. Ella padece electrosensibilidad. Es decir, su cuerpo se rebela contra los campos electromagnéticos y la deja exhausta e indefensa, sin vitalidad a la que agarrarse. Una patología que, según los que la sufren, solo mejora con el aislamiento en plena naturaleza y no es compatible con los aerogeneradores a corta distancia. Por ello, la salida a información pública de la evaluación inicial de impacto ambiental del proyecto no les deja dormir. Su instalación supondría su ruina y tendrían que volver a hacer las maletas.
«Somos manchegos, nos ha tocado ya luchar contra molinos y lo vamos a conseguir». Así resume Javier Palomeque (Ciudad Real, 1975) el lance quijotesco en el que les ha puesto el destino y la salida a información del proyecto Garma Blanca. «Me enteré por el periódico, esa mañana casi no pude trabajar. Sólo pensaba en revisar la documentación», lamenta. El ser ingeniero de profesión le ha dado herramientas para desentrañar el enrevesado lenguaje de los proyectos técnicos y se ha formado su opinión. «El proyecto es una chapuza lo mires por donde lo mires», sentencia. «Ese», dice señalando al oeste de las montañas que rodean su casa «es donde estará el molino número 13, está metido dentro del Poljé de Matienzo, un Lugar de Interés Geológico (LIG). Es una zona protegida donde no puede instalarse un molino», reivindica.
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Habla del aerogenerador contra el que más lucha este manchego que no tiene a Sancho Panza de escudero. Lo hace primero por su familia, pero también por el resto de sus vecinos. «La gente tiene que saber qué es lo que dice ese proyecto y lo que implica tener los molinos cerca», defiende sacando a relucir una retahíla de estudios y países que aconsejan ya construirlos a «más de siete u ocho kilómetros de una zona poblada». El suyo está a 1.800 metros en línea recta en Alisas, pero hay otros dentro del proyecto que apenas distan «400 metros» de las viviendas. No sólo le preocupa el campo electromagnético que pueda generar por el problema de su esposa, también la mortalidad de las aves por las aspas y sobre todo el ruido silencioso que producen. «Existen muchos estudios de cómo afectan los infrasonidos por ejemplo a las abejas y también al ganado, se ha demostrado que allí donde hay molinos tienen menos crías», subraya. «La energía eólica es limpia y económica sí, pero no es silenciosa», apunta.
Los que se planea poner entre Riotuerto, Arredondo, Solórzano, Miera o Matienzo se alzan a 162 metros «más de la mitad de lo que mide la torre Eiffel», compara, tras explicar que emiten ondas. «La radiación te cuece y los molinos son como una onda wifi gigante. Eso para los electrosensibles es dramático», dice volviendo al problema de su mujer.
La electrosensibilidad se enmarca dentro de lo que se conoce como «enfermedades ambientales» a las que «todos estamos expuestos», explican. Quienes la padecen en mayor grado por una sobreexposición viven un auténtico tormento, no sólo por la incomprensión social hacia el problema de una enfermedad «invisible», sino porque ésta les obliga a vivir en aislamiento. Aunque los síntomas estén ahí y sean admitidos, la Organización Mundial de la Salud aún no reconoce que su origen esté en los campos electromagnéticos, al igual que sucedió antaño con los famosos casos de cáncer vinculados a la alta tensión y que poco a poco ganaron terreno en los tribunales. En este caso, los jueces van por delante y ya hay sentencias reconociendo la electrosensibilidad «como accidente de trabajo». Otra de estas patologías ambientales, la sensibilidad química -que también padece Rosa- sí se ha incorporado ya a la Clasificación Internacional de Enfermedades y ha sido reconocida por España. Una batalla ganada.
javier Palomeque | Padre
Buscando ese futuro mejor para Rosa, la familia hizo las maletas en 2012 y se fueron a vivir a Pirineos, donde podían estar alejados de antenas de telefonía, señales wifi y otras amenazas. Allí estuvieron bien una temporada, pero les fue imposible encontrar un terreno asequible para construir su futuro. «Vinimos a Ruesga en unas vacaciones y nos encantó el lugar, compramos la parcela y nos instalamos», relata Rosa.
De eso hace casi cinco años y ella está «muchísimo mejor» y ha dejado atrás su vida de mascarilla continua y trajes «burka» para electrosensibles. Hace una vida normal. Sus hijos, de 16 y 12 años, viven libres en la naturaleza, que es lo que han conocido desde muy pequeños. «Los dos son como cabras», sonríe Rosa al mirarlos crecer junto a ella. Pese a estar en un valle perdido, la casa tiene todas las comodidades: internet por cable, electricidad por paneles solares (y un generador de emergencia), agua que aprovechan de la lluvia o televisión por satélite. «Hemos demostrado que se puede vivir con tecnología segura, nosotros estamos haciendo más por el planeta que los eólicos», esgrimen desde allí.
Rosa Nieto | Madre | Sufre electrosensibilidad
Rosa dejó atrás otra vida cuando sus síntomas aparecieron, era abogada y, tras un periplo largo de médicos y diagnósticos, supo que la única opción para ella era estar alejada de la fuente contaminante. Por eso, ahora que han construido un hogar en un entorno natural, sus hijos se han integrado en la vida social y han dejado todo atrás con mucho esfuerzo. Sufrirían mucho si el molino 13 les echa de su casa. «Él tendría que dejar su trabajo de ingeniero en una empresa y tendríamos que malvender nuestras cosas y volver a empezar», lamenta Rosa. De hecho, en ese proyecto de vida se han transformado en agricultores ecológicos. Han plantado arándanos, además de producir miel ecológica bajo la marca Bioalisas.
Javier saca de casa su aparato para medir radiaciones. Le limpia el polvo porque hace tiempo que no lo necesita, y nos enseña cómo sube y baja la aguja si lo pone en contacto con esas emisiones que, antes, mataban poco a poco a su mujer, y de las que aquí se han olvidado.
Insisten, al margen de su caso, que «no es lógico ni sostenible» que se instale «un parque industrial de 51 megavatios en las montañas para alimentar a la ciudad» porque eso no lo contempla Europa «dentro de la agenda ambiental 2030». Opinan que será el fin del turismo verde. Alertan de que los ganaderos perderán las ayudas a las PAC y las viviendas no valdrán «nada». «En esta pandemia hemos puesto por delante la salud, sigamos haciéndolo», concluyen como mensaje.
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