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Ruente es un municipio de altos y bajos. En su coronilla se encuentran lugares como el Toral o la Nogaleda, situados a casi 900 metros de altitud, y a sus pies está el indómito río Saja, a unos 170 metros. El resto ... del pueblo lo ocupan brañas, bosques, ríos, masas forestales, relieves y casonas montañesas pintadas de costumbres. Ruente está al principio del Valle de Cabuérniga, ni dentro ni fuera, y se ha construido una personalidad propia que acaricia la mirada del visitante.
Este año más que ningún otro. «Hay mucha gente de fuera paseando por el pueblo», afirma incrédulo Francisco Terán, vecino del municipio. Este hombre de 76 años ha pasado todos sus veranos en Ruente, ha paladeado sus nieblas y saboreado la tranquilidad en un pequeño jardín que conserva junto a su casa. «Aquí también he tenido la suerte de pasar algunos ratos durante el confinamiento», explica arropado por las hojas de los árboles que caen sobre su espalda. Terán y su hermano Alberto fueron algunos de los privilegiados de la zona que pudieron marcharse a estudiar fuera hace cincuenta años. Los dos han sido maestros y directores de escuela. Quizá por eso Francisco ha confeccionado un índice para conducir la entrevista. Se titula 'Los veranos en Ruente', con subrayado y en negrita.
Durante la charla, la mirada de Francisco se posa sobre los papeles o sobre la distancia vacía que le separa de sus recuerdos. En otro tiempo y en el que parece otro Ruente, Francisco se levantaba a las cuatro y media de la mañana para segar las fincas de la familia junto a sus hermanos. «Era mejor hacerlo con un poco de rocío», dice con absoluta naturalidad. A las nueve almorzaban y después seguían con la siega hasta las ocho, nueve, diez u once de la noche. Dependía de cómo se diera el día. «Entonces se necesitaba una familia entera para trabajar la cuarta parte de la hierba, algo que hoy realiza una sola persona sin bajarse del tractor». Si sobraba tiempo, hacían lo propio con las tierras del vecino y se ganaban unos duros para organizar las fiestas del pueblo. En caso de que la siega se diera bien y acabaran antes de octubre –era cuando se iban a estudiar– realizaban otras 'tareas de verano', relacionadas con los montes, el río o la obra pública.
Y, mientras, cantaban. «Se sabía dónde estábamos por eso». Eran felices. Las familias se ayudaban unas a otras. Lo individual se diluía en el calor de la identidad comunitaria. «El sonido de los bolos era la campana tañida que hacía que los vecinos nos reuniéramos en la bolera en las tardes de verano». De ese volcán en erupción de inquietudes salieron varias iniciativas culturales, como la creación del coro 'La Fuentona de Ruente', la Sociedad Folklórico Deportiva 'La Fuentona' o el grupo de teatro 'El trigo está en el granero'. Francisco y sus hermanos fundaron el coro, al que luego se fueron adhiriendo más vecinos. «Nos pasábamos los veranos de actuación en actuación». Este año no hay ninguna, porque el coronavirus ha sido como una nebulosa gris que ha desenfocado todo. Pero las voces siguen encendidas, especialmente la de este septuagenario. Aunque sea para poner de manifiesto que con el covid «nos hemos dado cuenta de que es fundamental que las nuevas tecnologías lleguen a los pueblos, para que las personas puedan trabajar desde aquí». Si no, los jóvenes se marchan fuera del municipio y la tradición se va perdiendo.
Este verano se han suspendido todas las fiestas y las reuniones de vecinos ahora son con distancia. Francisco está acostumbrándose a ver autocaravanas o camionetas en la campa situada detrás del Ayuntamiento, «porque parece que ahora se lleva más este tipo de turismo». Lo que sí hay, señala categórico, «es una invasión de visitantes». «Los fines de semana es tremendo», afirma. Los restaurantes de Ruente y la famosa Fuentona siempre han sido un buen reclamo turístico, «pero después de comer la gente se marchaba a los pueblos de la costa y a la playa». Sin embargo, este verano «los turistas se están pateando los pueblos, hacen fotos de los balcones o se sientan en los bancos». Relata estos detalles con cierto orgullo, porque sabe que vive en un lugar privilegiado de Cantabria, donde los niños «continúan andando en bicicleta por las tardes», pedaleando el tiempo y los días a base de ilusiones.
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