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Alejandro Marañón habla sobre los «tesoros» que hay en las playas de su natal Callao, en Perú, como si no llevará casi 20 años como marinero, como si se estuviera presentando ante el resto de la tripulación por primera vez. Lo hace mientras él ... y sus colegas del 'Moropa', uno de los cincuenta pesqueros que llegó ayer a Santoña con centenares de cajas de bocarte -también sigue habiendo verdel-, sacuden la red después del atraque y una lluvia de trocitos de pescado cae sobre sus impermeables amarillos.
No deja de hablar Marañón sobre sus periplos lejos de casa, de su cultura y todo lo que ha aprendido desde que se embarcó en este «oficio tan bonito y tan duro». En eso todos coinciden. Sean del rincón que sean, y son muchos desde que las embarcaciones echan el ancla entre las nueve y las diez de la mañana.
Porque la toponimia en la villa pesquera es de lo más rica y heterogénea en mañanas como la de ayer, una jornada más en la costera de la especie. En una hora larga -lo que puede durar el viaje del pescado desde la red hasta la lonja-, el ir y venir de monos de colores, cajas colmadas de peces y carretillas elevadoras concede una oportunidad única de descubrir a personas de todo el planeta. No ya de España, con gallegos, vascos, asturianos y cántabros al frente, sino de Senegal, Rusia, Marruecos, Ghana, Perú y más. De todas partes.
Akasa Fall, por ejemplo, no deja lugar a la imaginación y no se quita su gorro jamaicano ni para devolver la carretilla después del pesaje del lote. Otro que lleva 16 años de marinero, desembarcando aquí y allá, y a su manera. «Además de trabajar duro me encargó de poner música en el barco, un poco de marcha», cuenta, para desaparecer a continuación con una sonrisa entre una orquesta sinfónica de acentos que revolucionan el diccionario en distintos idiomas.
Alrededor: vagonetas traqueteando, perros husmeando las redes, 'fenwicks' dando la marcha atrás y el graznido de unas gaviotas pendientes de los pescaditos que no llegan a la báscula. Entre tanto, el puerto de Santoña huele que alimenta. Incluso a pesar de la mascarilla, omnipresente salvo entre los marineros que intentan apurar un cigarrillo con el viento de lado, ya después la jornada.
Y hablando de básculas, «la faena tampoco es espectacular, ni en tamaño -unos 40 o 50 gramos- ni en precio, que «está desplomado y en 30 céntimos el kilo», lamentaba Agustín Bengoechea con medio pie todavía en el 'San Roque Divino', de Colindres, que, igual que el resto de barcos, no saldrá a por más bocarte hasta el lunes, tras la decisión de los marineros de poner bandera para tratar de «levantar el valor de la especie», como razonaba Miguel Fernández, presidente de la Cofradía de Pescadores. Entre tanto, Mamadou Thior y San Zaid, de Senegal y Rusia, aún a bordo, discutían en una suerte de esperanto sobre la mejor manera de descargar los últimos kilos del lote.
Igual que Francisco Arbeloa, de Santutxu (Bilbao), enamorado desde hace años del mar «y de una gallega»; o Abel Lamriq, un joven marroquí «deseando volver a faenar», los marineros vienen y van durante ese trajín de dos horas. Luego desaparecen, hasta que de repente vuelve uno de ellos para poner broche a su historia. Es Alejandro Marañón otra vez, el de Callao: «Ahora nos duchamos, nos montamos en la furgoneta, como una familia, hacia Galicia. El domingo aquí otra vez y, el lunes, volver a empezar».
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