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Hubo un tiempo en el que el faro del Caballo, en Santoña, era algo así como un secreto. Un paraje solitario que solo conocían los 'locos' que se calzaban unas deportivas para adentrarse en las entrañas del monte. Sí, cuesta creerlo, pero este rincón, hoy ... invadido por los turistas, no siempre gozó de esta sobrepasada fama.
Pisarlo sin nada de bullicio alrededor hasta el punto de poder escuchar la brisa de la inmensa bahía es un deleite para los sentidos. Lo confiesa el santoñés José Ramón Alonso, autor de dos libros sobre las vivencias en su pueblo, que ha disfrutado de este privilegio, imposible de saborear si te acercas en los meses de verano. «Yo iba al monte y al faro del Caballo cuando aquello era poco menos que un lugar paradisíaco». Hace cálculos y precisa que habla de unos treinta años atrás. «Ir entonces allí de excursión era una auténtica aventura. Como mucho podías encontrarte con una o dos personas y siempre éramos los mismos». Realiza una breve pausa y sentencia: «Era un paraje con otro tipo de encanto al que tiene ahora».
Al igual que otros muchos vecinos asiduos el monte, en plena temporada turística, evita descender hasta los pies de la torre huyendo de la masificación. «Paso justo por el desvío pero sigo de largo buscando otros caminos, lejos de aglomeraciones», reconoce. «Con el devenir del tiempo y la evolución de la sociedad, el faro se ha convertido en un especie de parque temático».
Buena parte de la 'culpa', cree, la tienen los numerosos reportajes de televisión que se han hecho eco de este sitio. Fue en el año 2014 cuando la guía Repsol se chivó de este enclave santoñés incluyéndolo en su lista de candidatos al mejor 'Rincón de España' y, aunque no llegó a ganar, su popularidad creció a partir de ahí como la espuma. El resto lo hicieron las redes sociales y el deseo de posar para la foto en maravillas naturales únicas. El postureo digital no existía cuando José Ramón, con apenas 11 años, se escapó con su pandilla de amigos para conocer el faro del Caballo. Sin darse cuenta se le escapa una sonrisa cómplice cuando rebobina su infatigable memoria. «Fue una especie de odisea, como si hubiera ido al Himalaya», recuerda desde la mirada primeriza de un niño. Durante el camino, «fuimos hablando de cuántos escalones habría, así que al bajar, nos dedicamos a contar uno a uno hasta llegar a los 763». En la explanada no encontraron absolutamente a nadie y aprovecharon para darse un refrescante baño. «Había una cuerda amarrada a una argolla y nos subimos a ella para tiranos». Ese día, había marea baja y «pudimos meternos por algunas de las cuevas», que se esconden entre los acantilados. Una jornada inolvidable y unas vivencias que le quedaron tatuadas. Tanto le impresionó este rincón, que fue su fuente inspiración para escribir en la adolescencia cartas de amor en las que soñaba con llevar a la chica a este «lugar tan idílico». Ya de adulto, la mágica torre continúa entre sus musas y la sigue dibujando con letras en los relatos que presenta a certámenes literarios.
El faro que él conoció poco se parece al de la actualidad. «Cuando aquello aún existía la casa del farero y no estaba tan desmantelado como ahora». El camino para llegar estaba más despejado de vegetación y se podían contemplar más vistas. «Ahora el encinar se ha cerrado mucho».
Alonso se detiene a reflexionar sobre el turismo que «está invadiendo todos los lugares». «Si hay overbooking para subir el Everest, la montaña más alta del mundo, cómo no lo va haber en el monte de Santoña, que es un atractivo al alcance de casi todos. ¿Queda algún rincón en el planeta sin descubrir?», se pregunta. Y aunque entiende la presencia del visitante sí que apuesta por «un control del tránsito en el faro para evitar que una persona pueda perder la vida. El responsable de este lugar y el Ayuntamiento deben llegar a un acuerdo definitivo sobre esto antes de que ocurra una desgracia».
El escritor regresa a su niñez y rememora que llegar hasta el faro del Caballo era uno de los tres principales retos de la juventud local de entonces. «Los otros eran atravesar a nado la bahía y subir hasta la cruz». Y es que el monte de Santoña, a pesar de su aparente pequeñez, guarda un sin fin de atractivos. «Tiene un montón de caminos: el de las minas, el sendero blanco, el de los pasiegos...».
Su predilecto es el de la cruz. «Suelo subir por la parte sur, la más dura. Desde allí arriba las vistas son espectaculares». ¿Y qué siente? «La emoción de haber nacido y crecido en un pueblo tan bonito y pienso en la suerte que tengo de vivir aquí». En su lista de deseos pendientes figura ascender de noche a la cruz. «Ver el pueblo iluminado con las luces tiene que se impresionante».
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