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CARLOS BENITO
Domingo, 16 de agosto 2020, 15:30
Cuando un forastero llega por primera vez a Isla (Arnuero), a los habituales les encanta explicarle la peculiaridad de la playa de los Barcos, esa extensión deslumbrante que va desapareciendo al subir la marea. O al revés: ese mar generoso que se retira para ... regalar a los veraneantes una playa perfecta, inagotable, bien surtida de pozas y afloraciones rocosas para que disfruten los más pequeños. Es una especie de arenal elástico que, cuando alcanza su máxima superficie, pone fácil lo de mantener la distancia de seguridad, aunque a veces son precisamente los niños quienes van tirando de las familias hasta conseguir que se acerquen.
Es lo que ha ocurrido con las nietas de Paqui Rodríguez y los hijos de Nerea Goikoetxea, que se han empeñado en jugar en el mismo tramo del brazo de agua poco profundo que atraviesa la playa. Paqui es gallartina y pasó las vacaciones durante veinticinco años en Noja: es un fenómeno habitual que el reparto de veraneantes entre los dos pueblos se vaya corrigiendo con el tiempo, porque los de uno acaban comprobando que, por algún motivo, prefieren el otro. ¿Por qué cambió Paqui? «Pues porque mi marido tiene un barquito y aquí está mejor para salir. En Isla se está muy bien: del 15 de julio al 15 de agosto se pone a tope, pero el resto del verano se vive muy tranquilo. Nuestro plan suele ser playa por la mañana y piscina de la urbanización por la tarde, pero este año no nos dejan tomar el sol». Así que las niñas bajan a la piscina con el abuelo, que es más amigo del chapuzón que del tueste. «Y se pasa todo el día paseando», se queja la mayor.
También Nerea, de Leioa, ha llegado a Isla haciendo la carambola con Noja, donde sus padres tienen casa. «Esta playa es fantástica para los niños», explica, señalando a sus críos de 3 años y de año y medio, que chapotean en el agua cuidadosamente pastoreados por el padre, Íñigo Tovar. Uno de ellos ha llenado de agua una regaderita y se la está vertiendo sobre la cabeza con puntería y alborozo.
-¿Y con estos dos ya se puede hablar de vacaciones?
- Bueno, algo sí se descansa.
- ¡Cuando duermen! -apunta Íñigo desde el agua.
Hay otra afición en la que los veraneantes más veteranos de Isla coinciden con los de Noja y con los del resto de la costa cántabra: les gusta evocar cómo era esto antes de la transformación turística, cuando -y en ese momento hay que abrir los brazos, como para abarcar el conjunto de la creación- todo esto no existía. Y en eso Mentxu Tordable juega con ventaja: «Yo llegué a Isla con la edad de mi nieta, en el 65. Era una gozada, unas campas que bajaban a la playa. Vine a Noja con una colonia de vacaciones y nos traían a Isla andando por la carretera, para aprovechar después la marea baja y volver por la playa. Después, cuando tuve mi carné, veníamos muchísimo a las campas, con la tortilla. También Noja lo he conocido como era y ahora me da un poco de mal rollo: por eso nos hemos venido al hotel de Isla», detalla. A Mentxu también le toca cuidar de las nietas, que tratan de pescar monstruos marinos con un salabardo rosa, mientras su marido, el francés Paul Tastes, se enfrasca en la lectura de una novela negra de Jean-Christophe Grangé. Él mismo es escritor y está preparando una novela en argot de Burdeos.
«Lo francés siempre me ha perseguido -relata Mentxu-. Cuando vine a esta playa por primera vez, había una niña francesa con la que me entendía mediante dibujos. Mi mejor amiga en el cole, Michelle, era hija de francés. Y después, conocí a Paul en Santoña. Yo iba a casarme el 27 de julio, pero lo conocí en Semana Santa y acabé casándome con él en agosto».
-¡Vaya! ¿Qué le fascinó tanto?
- Tenía una nariz que me llamaba la atención.
- ¡Y veinte kilos menos! -añade Paul desde su silla y su novela.
- ¡O treinta!
También Txirri Abrisketa, de Miraballes, recuerda el paisaje agreste de antaño. Él debutó en Isla hace 44 años, después de que un cuñado de su hermano descubriese aquel paraje maravilloso y les diese el chivatazo. «La carretera estaba sin asfaltar y circulaban los Simca 1000. Yo una vez me vine en bici desde Miraballes, casi cien kilómetros: ¡cualquiera me daba a mí de cenar aquel día! Pero solíamos venir en un 850, por la nacional, escuchando cintas de Mocedades». Cuando empezó a salir con Eli Etxebarria, se instalaban en el cámping, pero al casarse decidieron comprar un apartamento. «Noja es más ciudad y esto, más pueblo, pero con mucha hostelería -analiza Txirri-. Una arena con esta textura y esta finura la encuentras en pocos lugares del mundo. Y el agua es clara, nítida: una vez me tiré con las llaves del coche y se fueron al fondo, pero buceé y las encontré sin problema».
A Txirri le pilló el confinamiento en Isla y de ERTE. «Así no hemos discutido nada», sonríe Eli. ¿Y a qué dedicó la reclusión un tipo tan activo? «Solo bajé ocho ratos al Lupa, el súper. Veía a Arguiñano, me cocinaba unas alubias blancas con almejas, hacía sangría, echaba la siesta... Aquella bici con la que vine una vez, una Vitus preciosa, la he dejado que llama la atención: he limpiado la bici, la moto, el coche... ¡Todo lo que no haces habitualmente!».
El coronavirus sigue marcando muchas rutinas de veraneo. Áurea Carballo y Bego Ercilla se han colocado en un rinconcito de la playa con su amiga aragonesa Cecilia Lidón y forman un triángulo más amplio que en otras temporadas. «Estamos tan separadas porque hay que andar con cuidado. A veces da hasta un poco de miedo bajar a la playa», apunta Áurea. De hecho, a medida que el mar va racaneando en su regalo y la playa mengua, ella se marcha para evitar las apreturas. La más veterana de las tres en esto de veranear en Isla es Ceci, la aragonesa de Bello (Teruel). ¿Bello como 'bonito'? «Sí, igual, aunque no hay ni un árbol y allí te achicharras». Lleva viniendo 32 años, así que también puede hablar con solvencia del urbanismo más despejado de los viejos tiempos.
- ¿Y era mejor entonces?
- A mí eso me da igual. ¡Teniendo gente para hablar! Por las mañanas al sol y por las tardes, a la sombrica.
La joven Lidia Escámez puede organizar su experiencia como veraneante en Isla en tres etapas, conectadas pero diferentes. La primera fue la infancia: «La playita, los cangrejos... Esta playa da mucho juego para los críos, porque hay mucha roca y mucho fondo marino». Después llegó la adolescencia, cuando suele reducirse el interés por la captura de crustáceos: «Ja, ja, ¿qué se puede contar de esa época? Amigos, fiesta, copas...». Y, ahora mismo, Lidia se ve en una fase más serena, para la que Isla también constituye un escenario idóneo: «Todavía tengo mis días de fiesta, pero sí estoy en una etapa de más tranquilidad. Aquí vengo hasta para pasar el día. Hoy he venido sola, otras veces traigo a la perra, Bianca, y nos damos un buen paseo».
Para Lidia, el gran atractivo de Isla es que esa calma resulta compatible con un montón de actividad. «Lo mejor es que en esta playa, por ejemplo, hay mucha vida: no se trata solo de tumbarse al sol, porque puedes hacer 'paddle surf', piragua... O irte de ruta por los acantilados. Y, cuando veraneas aquí, tienes mil planes posibles: Cabárceno, Santander, paseos en barco...».
*** NOTA: Este reportaje se realizó antes de que el uso de las mascarillas fuese obligarorio
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