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Un remanso de paz. Eso es para la mayoría la isla Pedrosa, en Pontejos. Pero para otros, y no son pocos, es mucho más. Es el escenario de sus vidas, de buena parte de ellas al menos, de cuando aquello era un sanatorio del que ... hoy prácticamente sólo quedan ruinas. Vestigios de un pasado duro, del que algunos atesoran un recuerdo más dulce que otros, pero del que todos salieron con una familia, la de los amigos. Una unión inquebrantable que el tiempo se empeñó en distanciar, pero que nunca resquebrajó, y que las redes sociales se encargaron de atar de nuevo hace pocos años.
Con la frente marchita y las sienes plateadas por las nieves del tiempo, como dice el tango, y entre los restos de lo que algún día conocieron sus ojos. Así regresaron a Pedrosa hace ahora un lustro cuarenta de los pacientes que décadas atrás estuvieron ingresados en su sanatorio. «Cuando nos tuvimos enfrente después de tanto tuvimos que presentarnos porque no nos reconocíamos», dicen. A primera vista, poco quedaba de los chavales que fueron, y ninguno había coincidido desde que abandonaran la ínsula, ya que proceden de distintas partes del país.
«Somos una familia, juntos pasamos muchos momentos malos, pero también maravillosos», relata Carmen Noriega, vecina de Santander, que a causa de la polio ingresó en Pedrosa en el año 61, con 11 años. De ahí entró y salió repetidas veces hasta cumplir los 19. En ese largo periodo, el vínculo que forjó con sus compañeros caló hasta el fondo, porque sólo contaban los unos con los otros. «Yo tenía suerte, porque mi familia vivía aquí y venían a verme todas las semanas, pero a otros que llegaban de fuera sólo les visitaban cada muchos meses», explica al tiempo que recuerda con pena a una amiga a la que «no le iban a ver nunca, sólo le mandaban un paquete de comida al año».
Una de esas desplazadas, desde Salamanca, era Benita Hernández. Sólo cinco añitos contaba con sus dedos cuando sus padres tuvieron que llevarla a Pedrosa, y por la distancia sólo podían regresar cada dos o cuatro meses. «Soy de las pocas que no estaban ahí por la polio, sino por un proceso neurológico a causa de un fallo humano en el parto», explica. Más tarde, su familia se trasladó a Pontejos para estar cerca de ella. «Veníamos de un pueblo rural, mis padres nunca habían visto el mar», apostilla. A partir de entonces, la situación fue algo más asumible para Benita, que los dos primeros años lejos de los suyos se sentía «no abandonada, pero sí vulnerable». Ya con ellos viviendo en Pontejos podía pasar en su casa los fines de semana. El resto de días permanecía en el sanatorio.
La vida en la isla no era fácil, en condiciones incluso espartanas, y sometidos a unas prácticas médicas en la actualidad completamente obsoletas. «Viendo lo que es hoy en día, no sé cómo sobrevivíamos a ello», explica Benita. No obstante, hay espacio para buenos recuerdos de la mano de sus compañeros. Ahí se tejían unas relaciones entre iguales, en una sociedad todavía de miradas estigmatizantes para ellos fuera de los muros del sanatorio. Dentro, eran uno más, cada uno con su problema, pero que tal vez juntos se hacía más fácil de encarar. «Nos sacaban con las cunas y las camas a una terraza muy grande que había», rememoran las amigas, y Carmen explica que «las mayores ayudábamos a las pequeñas a comer, a lavarse y les enseñábamos a leer». Además, como para cualquier niño, una de las noches más especiales era la de Reyes, porque «traían regalos en helicóptero».
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Las tardes solían ser libres, después de una mañana de tratamientos y terapias, y uno de sus pasatiempos era el de sacarse fotografías, que pagaban a un fotógrafo. «Hacíamos lo que cualquier adolescente haría», dice Benita, a lo que Carmen añade que «de ahí salieron muchas parejas». Ella es una de las afortunadas y se llevó de Pedrosa a Ángel Fernández -que después fue uno de los primeros taxistas con vehículo adaptado de Santander-, que en sus tres años ingresado en Pedrosa no podía ponerse de pie por un problema de cadera. Sin embargo, no le escaseaba el buen humor, y hacía carreras con sus compañeros con unos carros especiales por la isla. «Tenía la musculatura de los brazos como nunca», dice.
Ahora, 48 años, tres hijos y dos nietas después, Carmen y Ángel siguen juntos. A menudo vuelven a la isla en la que se enamoraron. «Nos produce tristeza verlo tan abandonado, con las cosas tan positivas que se podrían hacer en un espacio así», confiesa el matrimonio. Benita, por su parte, se muestra menos romántica con Pedrosa y reconoce que le costó años regresar ahí, pero no pone precio a la gente que se llevó. «Una experiencia así te forja el carácter, todos hemos salido con una gran resiliencia y arrojo para enfrentarnos a todo», valora. Desde que cuarenta de ellos se reencontraron hace cinco años mediante redes sociales, han organizado distintas comidas y excursiones, la del pasado año la tenían ya organizada, pero la pandemia se interpuso. Ahora esperan reencontrarse pronto para que lo que unió una enfermedad no lo separe otra.
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