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José Javier Gómez Arroyo
Vega de Pas
Miércoles, 4 de enero 2023, 14:03
La vieja costumbre española de convidar por los bares, contraria al hábito de esas directrices europeístas que tan en boga están hoy en día, trae en ocasiones a nuestras cuadrillas nacionales más de un quebradero de cabeza, pues en casi todas se halla ese sagaz ... ejemplar de la cadena evolutiva parasitaria que es el gorrón. Originarios de los ambientes estudiantiles más humildes de la Universidad de Salamanca allá por el siglo XVI, conocidos entonces como capigorrones por vestir capa de tela barata y gorra frente a los alumnos distinguidos que portaban manteo y bonete, estos aprovechados acostumbraban a arrimarse a los alumnos pudientes que solventaban sus carencias, derivando con los años en el apelativo «gorrón», según nuestro diccionario, para referirse a quien «tiene por hábito comer, vivir, regalarse o divertirse a costa ajena».
Caracterizándose todos ellos por su maestría en olisquear lo gratuito en el momento oportuno, su estirpe ya viene retratada desde el Siglo de Oro por escritores como Mateo Alemán cuando afirmaba en su obra 'El Guzmán de Alfarache' que «ya querían empezar a merendar, cuando burlando quise meterme de gorra…», o por Francisco de Quevedo al hablar de la suculenta sopa de esa raíz crucífera que comían aquellos estudiantes e indicando, en el romance 'Boda y acompañamiento del campo', aquello de… «Don Nabo, que viento en popa navega con tal bonanza, viene a mandar el mundo de gorrón de Salamanca»; y sin olvidar que nuestro rico refranero español también toma buena nota de su singular propósito cuando proclama: 'buena gorra y buena boca hacen más que buena bolsa'.
Además de la ancestral impronta biológica de sentir una apremiante necesidad por ir al servicio en el preciso momento en que el camarero evalúa la cuenta, el gorrón también se distingue por su puntualidad en la denominada 'hora del fraile', presentándose justo a la hora de comer y cuando ya se halla la mesa puesta y no conociéndose en ellos cambios morfológicos adversos como pudieran ser el sonrojo o el sofoco, ni provechosos como el regocijo o la exaltación en el contexto en que se desenvuelven, fruto quizá de su innata naturaleza sablista. Como parásito que es, piensa en cada ronda de vinos y cervezas matutino o copeteo nocturno que el mundo se halla repleto de pringados y, pendiente de su presa y oportunidad para darle caza, proceden a su desvalijamiento iniciando en su mayoría conversación con pletórica simpatía, aunque otros de su misma especie optan por estar tan arrinconados como callados y achicar el vaso en el preciso momento en que alguien da la orden de «ponnos algo» a quien está tras la barra, estirando entonces el brazo con el susodicho vidrio hacia el mostrador en medio de la confusión y con admirado temple. Su pletórica felicidad se sucede cuando a la manada se arrima el característico forastero conocido de alguno de ellos y empeñado en convidar a su amigo y cuadrilla y que, como en «pasa palabra», el gorrón muda entonces su turno de pago al recién agregado brindando en silencio por su cándida generosidad.
Por el contrario, dentro de este género español de confraternidad vinatera que evidentemente incluye también al pasiego, está esa otra muy distinta subespecie que puede en ocasiones sorprender al propio sacacuartos, el también conocido como altruista o desprendido, aunque en ocasiones este último pueda mostrarse igualmente nocivo con su conducta, como de ello dio fe el periódico La Correspondencia de España de 15 de agosto de 1893: «Dice un periódico de Santander: Anoche a las once y media en un establecimiento de la calle Colón, se hallaban varios vecinos de esta ciudad tranquilamente cuando entraron tres pasiegos que empezaron por invitar con insistencia a los de aquí para que bebieran. Estos se negaron porque no había motivo para el convite, y uno de los pasiegos les dijo: - ¿tomarían otra cosa si se la dieran? - Según lo que sea -contestó uno de ellos. -Pues palos como este; y sin más se lanzó sobre uno de ellos, terminando por arrojar copas, botellas y cuanto encontraban. Baste saber que la cuenta de la vajilla y botellas, copas y cucharillas que rompieron subió a 110 pesetas y 50 céntimos. Conducidos a la Principal, uno de ellos con toda la ropa rasgada, se convinieron en pagar los desperfectos, ya que afortunadamente no causaron lesión a ninguno. Los serenos se vieron y desearon para apaciguarlos«.
Así que… queda claro que quizá debiéramos europeizarnos todos y acostumbrarnos a pagar cada uno lo nuestro para evitar con ello disgustos en alternes con agudos chupópteros o espléndidos bravucones, algo que nos evitaría más de un cabreo.
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