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Las grietas del suelo de Piquío tienen el aspecto de las pieles ancianas. Con el salitre tan cerca, con las raíces de los árboles empujando por debajo y las miles de ruedas de carritos de bebés y bicicletas que durante años le han pasado rodando, ... el suelo tiene el aspecto del veterano que se asoma a la vida sabiendo más que tú. Piquío ha visto crecer Santander, han crecido sus ciudadanos y sus árboles, pero los parterres mantienen la misma estética que tenían cuando Felipe Arce era niño. Ahora jubilado viene a diario a pasear, pero cuando escucha la palabra 'obra' levanta la mano. «Yo iba al colegio ahí atrás», y señala Los Pinares, así que se pasaba «todo el día jugando por aquí». Por eso, dice, «si quieren que arreglen el suelo, que está mal y ya están tardando, pero el resto que lo dejen como está».
Piquío mantiene la estética de un pasado que florece en jardines con bordillos de cantos rodados blancos, y es de los pocos rincones de la ciudad donde es posible reconocer lo que ya es memoria; por ejemplo, los arcos de metal que jalonan el paseo y en los que el tamariz enrosca sus ramas son como los columpios de metal de los años 80 cuando los parques infantiles no tenían esponja en el suelo. Lo mismo con las papeleras. El suelo de los escalones. La forma de los bancos de madera. Ese afecto visual hace que cualquier intervención en la ciudad se enfrente a la dualidad entre la renovación y el respeto. El Ayuntamiento ha asegurado que, tras las obras, Piquío quedará «como está, pero todo perfecto y mejor», y así lo esperan los vecinos. «Que lo arreglen, pero que no lo cambien», decía ayer Alicia Saez, que solo «pediría» una cosa: «Que pongan los bancos mirando al mar, porque te da el sol de cara y ves la playa, y ahora muchos están al revés y te sientas de espaldas». Y efectivamente, a media mañana de ayer, sábado, solo esos bancos estaban vacíos. «Ya era hora de que intervinieran aquí», añade su marido Martiniano Tejido, señalando las arrugas de un suelo que promete ser liso y azul tras las obras. Nati Cabello no sabía que iba a haberlas y Piquío, dice, está precioso, al menos es lo que siente cada vez que viene de Burgos a visitar a unos familiares: «A mí me gusta tal y como está porque tiene espacios donde relacionarte, puedes sentarte a mirar el mar y sobre todo pasear. Si acaso cambiaría el suelo, pero por mí, el resto que lo dejen tal cual».
Rebeca Torre
Soto de la Marina
Fernando Carreras
Santander
¿Idéntico? Y ante la duda que plantea la modernidad urbana del siglo XXI, con ejemplos cercanos en el mismo Sardinero, o mantener las cosas como siempre, la burgalesa advierte: «En Burgos ha pasado eso en otras plazas, así que por favor que no quiten el verde, que lo respeten». Entonces su acompañante añade: «Vivo en Madrid y allí la reforma de 'Sol' va a ser todo hormigón, pero el verde es fundamental en una ciudad», dice. «Y más aquí», y como si la oyeran, las palmeras de repente parecen más altas asomando sus hojas a los parterres, con tulipanes recién plantados, entre el puesto de helados de un metal que sobrevive al salitre y las papeleras que recuerdan un tiempo previo a los teléfonos móviles.
«Un lavado de cara sí que le hacía», dice un poco después Rebeca Torre, la más joven de las paseantes a esas horas de la mañana soleada. Su forma de 'actualizarlos' es apostar por una «estética más rústica, no usar tanto el azul y blanco en los bancos por mucho que esto sea Santander, sino algo más rústico teniendo en cuenta la cercanía del mar. Me gusta mucho tal y como está, solo haría falta renovarlo un poco».
Nati Cabello
Burgos
Alicia Saez
Reinosa
«Si le tocan algo lo van a estropear, lo ideal es que esté así», dice Fernando Carreras, jubilado que pasea lentamente por el paseo de mosaicos: «Esto es divino, con que lo respeten y lo pongan más bonito es suficiente», y se aleja hacia el centro de los Jardines, donde la escultura del mundo está bordeada por una barra de acero inoxidable, que brilla por encima de todo lo demás, incólume al óxido, pero tan de otro tiempo.
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