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Y, por fin, llegó el festejo que necesitaba la feria. Tarde, porque el ciclo agoniza sin que el balance ganadero sea para tirar cohetes, pero ... al menos este miércoles la corrida de El Puerto y La Ventana permitió que Juan Ortega plasmase sus sueños sobre el ruedo y que Ginés Marín se dejase llevar por la corriente para acompañar al sevillano por la puerta grande. Y es que el sabio refranero español, que se surte en muchas ocasiones del léxico taurino, ya dice que no hay quinto malo.
Cuando salió por chiqueros el quinto de la tarde (otro quinto, como el festejo), Juan Ortega sabía que disparaba su última bala. El animal era de El Puerto y el sevillano inició su lidia con unas verónicas de rodilla flexionada que fueron el trazo de lo que podía ser la faena. Orfebre de alta joyería, el galleo por chicuelinas para acompañar a la res al caballo despertó los sentidos de un graderío que media hora antes amenazaba con el bostezo.
El inicio, por bajo y con un trincherazo de cartel, dio paso a una faena de aroma, de sabor añejo, de pulso y gusto que se tiene o no se tiene. La banda tocaba Nerva, pero la música en el ruedo era de cante jondo, de música desgarrada a derechas e izquierdas solo lastrada por las dos veces que perdió el toro las manos. Con todo, lo mejor de Ortega son los remates, por bajo, por alto, con pasos callados en la inmensidad de una arena que notaba la 'despaciosidad' en cada lance. Porque ese es el secreto, lancear a un toro con el diapasón que detiene los relojes. Falló la estocada. O, mejor dicho, falló la colocación de la estocada, que se fue baja. Pese a ello, dos orejas.
Al ferruginoso albero de Cuatro Caminos (cuánto aprendimos viendo a Fernando Fernández Román en sus retransmisiones de Televisión Española), saltaron tres toros de El Puerto de San Lorenzo y otros tres de La Ventana del Puerto. Que tienen el mismo dueño, pero un origen diferente. Dos hierros de dos encastes distintos (Atanasio-Lisardo los primeros, Domecq los segundos), algo ya asimilado y tolerado que, en ocasiones, supone un trampantojo para el espectador. Eso sí, cosas peores se toleran y no se saca punta por ello. Corrida de aprobado, sobre todo porque en su segunda mitad los animales se dejaron hacer por los de luces.
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También cortó dos orejas Ginés Marín. En otro registro, el sustituto de José María Manzanares puso más corazón que cabeza ante un sexto que colaboró en que su ganadero superase el examen. Manso como sus hermanos, incluso más brusco, se movió ante la tela del extremeño, que en el tercero había aburrido a respetable y oponente. Con el pecado del tirón frente a la suavidad, de las ganas frente al temple, la corriente bajaba ya con pañuelos tras el éxtasis orteguista, lo que aprovechó Ginés para, bernardinas mediante, dejar un estoconazo tras un pinchazo y repetir triunfo en Santander. Su Santander.
Alejandro Talavante no es un torero sevillano, salvo a nivel de regularidad. El primero de la tarde, de La Ventana, derribó el caballo montado por Miguel Ángel Muñoz, pero llegó a la muleta con clase, movilidad y cierta codicia en las primeras embestidas. El Tala roto de su mejor época se hubiera llevado por delante las orejas, pues el bicho era para ello, pero tras dos series de altibajos, el diestro eligió la periferia, el acomodo y el alivio.
El cuarto fue un manso de manual. El animal tenía transmisión y se emplazó en toriles a la espera de que Talavante fuera a una batalla que, eso sí, el animal siempre quiso evitar. La hubo, en una serie en la que torero se metió en faena, le tapó la salida al toro y cruzó la línea entre la nada y la gloria. Fue una, solo una, un balance escaso para una faena que pedía más. Sobre todo pedía implicación. Lo mejor, al final, fue el aguante del presidente para no conceder la segunda oreja.
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