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«Esta casa la reventó un colega mío hace tiempo. Yo me metí en 2015, pero se la cedí durante dos años a un marroquí y he vuelto a finales de noviembre. Que ¿cómo entré? Metí la mano por el agujero de la mirilla y ... abrí el picaporte, sin más». Adrián, santanderino de 20 años, admite sin reparos: «Soy un okupa», que está viviendo en una casa que no es suya al lado del Ayuntamiento de Santander, en el 1º izquierda de la calle Garmendia, nº1, un piso supuestamente sin dueño conocido que comparte con su novia Vanessa, con diferentes amigos y familiares de manera ocasional y dos perros (un pitbull y un stanford).
Este periódico llamó a su puerta en febrero y recabó el testimonio del culpable de los desvelos de un vecindario atrapado en un enredo burocrático para poder echarlo y despertar de una pesadilla de destrozos, ruidos, inundaciones, malos olores, enganches eléctricos ilegales y miedo a nuevas ocupaciones y a otros peligros. En aquel momento, al Ayuntamiento no le constaba que esta casa estuviera 'okupada' porque ningún vecino había presentado denuncia formal, más allá de llamar a la policía. Ahora sí. En este tiempo la Policía Local ha tenido que acudir varias veces a requerimiento de los residentes 'oficiales'. Y ha actuado como 'testigo' para que conste el mal estado de la casa y el deterioro imparable que sufre, supuestamente por culpa de los okupas, para acompañar la demanda de desahucio promovida por la comunidad de propietarios. «El único competente para ordenar un desahucio es el juez. La Policía Local constató que ese piso estaba ocupado, acudió y no quisieron abrir ni desalojar. Ahora esos agentes son testigos del mal estado del piso y del edificio para el proceso judicial que promuevan los propietarios», ha explicado el concejal Pedro Nalda.
El piso ocupado por Adrián no tiene luz. Pero agua sí, aunque ignora por qué. «Sale del grifo, no sé». Como no hay electricidad (aunque los vecinos denuncian que ha intentado varias veces engancharse a la luz de la escalera), «cargo el móvil y me voy a duchar a casa de familiares». Según él, no tiene «ningún problema» con los vecinos y hasta dice que aspira a ser uno más. «Estoy formándome para jardinero, y a ver si me conceden una renta básica. Entonces podré pagar y vivir aquí legalmente». ¿Pagar? ¿A quién? Adrián se encoge de hombros… Esto lo contaba en febrero.
Pero el panorama que pintan los vecinos del edificio es totalmente distinto. Suciedad, gente desconocida que entra y sale sin llaves abriendo el portal a patadas, colillas por la escalera... hasta episodios más graves, como inundaciones que parten del piso okupa (en el Ayuntamiento constan varias en enero, abril y mayo), peleas y serios destrozos, sobre todo en el piso de debajo -el entresuelo-, que tiene un estremecedor boquete en el techo tras la enésima filtración de agua, apenas mal tapado por unos tablones, agujero por el que la mujer que vive ahí asegura que «orinan y defecan desde arriba hacia mi piso».
Esta víctima es María Luisa Camacho, sufridora de «un auténtico acoso» por parte de los okupas, que hace un tiempo hasta soportó un allanamiento de morada, denuncia que consta en la Policía Nacional. Estaba echándose la siesta cuando vio una sombra. Una mano trataba de abrir la puerta de su dormitorio. Y entonces ella se incorporó de la cama y la abrió de golpe. Se encontró cara a cara con un chico joven blandiendo un cuchillo de sierra. «Me acerqué a él mirándole a los ojos. Él se echó hacia atrás. ¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres de mí? ¿Quién eres?, le pregunté». Ese desconocido se tapó la cara con la mano libre y le dijo «no quiero problemas». Y María Luisa aún tiró de valentía para echarlo por la puerta.
Una de sus ventanas da al portal. La reja estaba arrancada y la persiana levantada. La Policía Científica acudió a tomar huellas y ella puso una alarma en su casa. María Luisa no acusa de ese episodio a los que viven de okupas, pero sí a la inseguridad que sufren por culpa de ellos, por el trasiego de gente «muy rara», que entra y sale, fuma y come en la escalera, «a todos los que suben y bajan con ellos». Porque, días después, el grupo de extraños le estuvo intentando mover esa misma persiana con una herramienta desde abajo, «como para comprobar si saltaba la alarma». Piensa que sus intenciones son, más que entrar a robar, «ocuparme la casa».
Este allanamiento de un tipo con un cuchillo ocurrió después de la primera gran inundación (en enero). Una cortina de agua se filtró por su techo, bajó por la escalera e inundó varias viviendas y las zonas comunes, abriendo un enorme boquete en el falso techo del vestíbulo del portal. Al proceder a la reparación de los daños se toparon con el quid de la cuestión: el seguro reclama al titular de la vivienda que originó el siniestro. Pero ahí viven okupas. No hay titular.
Según cuentan los vecinos en ese piso vivían dos hermanas. La última falleció sin descendencia hace una década. Nadie acudió a reclamar ese bien que, en teoría, heredaron sus sobrinos, algunos residentes en México. Tampoco nadie volvió a pagar los gastos de comunidad correspondientes y crecen las deudas, el deterioro y los años de ocupación descontrolada. La comunidad se metió en un proyecto de rehabilitación del edificio, que fue construido a finales del siglo XIX y presenta muchas deficiencias. El Ayuntamiento confirma que el informe de evaluación del edificio (IEE) –que es obligatorio que presenten los inmuebles de más de 50 años- resultó desfavorable.
Y, al parecer, los herederos del 1º izquierda se desentendieron. Hace tres años, «por la gente que controla las casas vacías», alguien llegó, cambió la cerradura y el piso se ocupó por primera vez. «Era una pareja joven, de españoles» -el 'colega' al que se refería Adrián al ser preguntado por este periódico-. Estos, a su vez, «se lo cambiaron a un señor que estuvo dos años» -el marroquí- y ahora, Adrián, Vanessa y los otros sin identificar.
El piso okupa está muy viejo, inhabitable. Adrián abrió la puerta cuando este periódico acudió a conocer su versión. Eran las once de la mañana. Dentro dormían. Corrió la tela que tapa el agujero de la mirilla y entreabrió. De dentro salía un fuerte olor a excrementos de perro. Azorado, prefirió no mostrar la casa. Pero habló sin tapujos desde la puerta sobre su situación, desde que hace tres años se fue de okupa «cuando dejé la casa de mis padres». Más adelante, fue su madre la que acudió a vivir con él «porque no pudo mantener su piso, y se fue primero con los hijos, luego con mis abuelos... es que cuatro trabajos mal pagados...». Adrián niega que en ese piso vivan varios jóvenes -los vecinos dicen que al menos siete u ocho, que van cambiando- y asegura que está solo su familia (su novia, su madre y el marido de ésta). Admite la inundación. «Sí, por un grifo atascado, fuimos a intentar desatascarlo y no pudimos...». Tampoco teme enfrentarse a un problema legal. «Una denuncia a mí no me va a hacer nada, no tengo dinero», y entiende que se pueda reclamar su desalojo. «Los dueños en su derecho estarían de echarnos, pero no están aquí». Ahora mismo dice que está «legalizando» su situación personal para poder acceder a un alquiler. Esa es la lucha de Adrián. La de sus convecinos es que se marche, que ese piso se desocupe y se saque a subasta para pagar las deudas que tiene con la comunidad.
El administrador de la comunidad de vecinos no ha querido explicar a este periódico, «por la Ley de Protección de Datos», las gestiones que se están haciendo para poder desalojarlos ni si ha podido contactar con los supuestos herederos del piso.
Mientras tanto, los vecinos hacen caso del consejo de la Policía: «cada vez que tengamos un problema, que llamemos». Y no han parado de llamar. «Teníamos los andamios en la fachada por las obras de rehabilitación y empezaron a tirarme vasos de cristal y piedras a la cocina. Todo el verano así. Un auténtico acoso», lamenta María Luisa. El 9 de septiembre se estaba duchando cuando empezó a oír fuertes golpes en el techo de toda la casa. «Me dirigí al cuarto que tiene el boquete abierto desde hace semanas por otra inundación y estaban orinando por el hueco. Y tengo otra habitación apuntalada desde mayo que me la querían inundar también, por la que caen sus aguas fecales…», relata esta mujer, que describe lo «espeluznados» que se quedaron unos policías cuando entraron en el piso okupa, «me contaron que tenían los suelos llenos de colchones y que solo pudieron pasar hasta la mitad del piso, que tenían su techo desprendido». Piensa que su casa corre serio riesgo, «el primer piso se está hundiendo, son casas muy viejas, igual no soporta tanto trasiego», y lamenta la lentitud de los trámites para poder poner fin a este problema. Todo está en manos del juzgado nº2 de Santander, «en julio ya fue a declarar la comunidad de propietarios y en octubre están citados los okupas y el arquitecto, por el estado del inmueble».
Todo esto ocurre tras las paredes recién pintadas de rosa del esquinazo de Jesús de Monasterio con Garmendia. Ya se han retirado los andamios de las obras de la fachada, pero por las ventanas abiertas del primero derecha se ven los desconchones y boquetes del piso okupado, y una pintada en el portal, «Vanessa, estoy aquí, soy Rebe», queda como testigo de lo que ocurre puertas adentro a escasos metros de la Casa Consistorial.
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