¿Se aprende de las catástrofes?
El voluntarismo no reemplaza al método si el objetivo es lograr mejorar nuestra capacidad de resiliencia ante los desastres naturales
Koldo Echebarria
Director general de Esade
Viernes, 1 de octubre 2021, 10:13
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Koldo Echebarria
Director general de Esade
Viernes, 1 de octubre 2021, 10:13
Es habitual cuando se produce un desastre natural, terremoto, inundación, huracán, incendio o erupción volcánica, formular la idea de que estamos ante una oportunidad para hacer las cosas de nuevo y mejor. Se apela a que se trata de un «acontecimiento catalizador» que abre una ... ventana para corregir errores o insuficiencias de políticas que pueden haber contribuido a empeorar las consecuencias del desastre. Es indudable la tracción de estos fenómenos ante los medios y el hecho de que generan una extraordinaria atención política, pero aprender y corregir va más allá y supone, por un lado, superar prejuicios cognitivos y, por otro, disponer de una mediación institucional que genere conocimiento valioso y haga posible el aprendizaje.
En primer lugar, nuestra forma de reaccionar a una catástrofe tiende a situarse entre la fatalidad o la búsqueda y expiación de culpas. Ambas inhiben el aprendizaje. La primera porque sitúa el evento en el terreno de lo inevitable o imprevisible, cuando por difícil que algo sea de anticipar y prevenir, hay factores sociales que acentúan o aminoran los efectos del desastre. Como bien explica Charles Perrow en su libro 'The Next Catastrophe', siempre hay un amplio espacio para reducir la vulnerabilidad a los desastres naturales por muy extraordinarios que sean. En el otro extremo está la atribución de culpas que trata de simplificar la complejidad de estos fenómenos ofreciendo una conexión a comportamientos individuales o colectivos que nos den una respuesta inmediata. Por ejemplo, todos los desastres naturales parecen hoy imputarse al cambio climático, que se presenta como un gran pecado colectivo contra el planeta. Es difícil que de esta reducción ideológica se produzca un aprendizaje efectivo. Más valioso es el concepto de responsabilidad que nos lleva a analizar comportamientos concretos en el abanico de actores cuyas competencias y recursos podemos relacionar con el desastre. Pero señalar culpas hace difícil analizar serenamente el ejercicio siempre más matizado de las responsabilidades.
En segundo lugar, los desastres apelan al voluntarismo. Se convierten en un espacio para concentrar la atención política, desplazando otros problemas, a lo mejor más importantes, pero menos urgentes. Ante los desastres, no basta con reparar el daño y volver a la situación de partida, sino que hay que crear la expectativa de un nuevo amanecer para las localidades y personas afectadas. Esta reacción se conecta inmediatamente con la demanda de recursos, que de manera inmediata aparecen en el discurso como la vía rápida para alcanzar los objetivos planteados. En esta lógica se asocian gobiernos, organismos internacionales, entidades sin ánimo de lucro y hasta empresas que tratan de estar a la altura ofreciendo recursos de todo tipo. Los recursos son imprescindibles para la respuesta humanitaria, pero la reconstrucción efectiva requiere aprendizaje además de recursos.
La evidencia, sin embargo, nos obliga a cuestionar esta lógica si verdaderamente queremos aprender y corregir. El voluntarismo no reemplaza al método si el objetivo es lograr mejorar nuestra capacidad de resiliencia ante los desastres naturales. Para que un país aproveche una crisis de esta naturaleza como una oportunidad necesita, además de recursos extraordinarios, desarrollar mecanismos institucionales que tengan la capacidad de aprender de la experiencia y corregir en la medida de lo necesario las políticas públicas. Y este aprendizaje es complejo, que no aparece por generación espontánea, se enfrenta a inercias, ideologías e intereses y, requiere una mediación institucional, un cauce que lo legitime y lo priorice política y socialmente.
He tenido la oportunidad de vivir catástrofes naturales de alto impacto en países con capacidades muy distintas en este sentido: Chile y Haití. En el primero, los fallos que se detectan en una catástrofe son objeto de un intenso escrutinio al que siguen medidas correctoras que se hacen cargo las instituciones encargadas. Por ejemplo, al terremoto del 2010 siguió un tsunami que provocó la mayor parte de las víctimas; esto fue objeto de un análisis exhaustivo y de medidas adicionales que se pusieron a prueba en un terremoto en el 2015 que demostró la eficacia de las nuevas disposiciones. Haití está en el otro extremo. A pesar de los mensajes de construir de nuevo y mejor y el gran volumen de ayuda movilizada, el terremoto del 2010 supuso el desplazamiento de 300.000 personas a un nuevo campamento informal de construcciones precarias y sin servicios básicos. El terremoto reciente ha puesto de manifiesto como los haitianos siguen dejados a su suerte ante cualquier tipo de desastre natural. Queda la memoria, pero no se ha producido ningún aprendizaje efectivo.
Institucionalizar el aprendizaje requiere mecanismos ordinarios y extraordinarios. Los primeros pertenecen a las instituciones orientadas a la emergencia que deben aprovechar para analizar la experiencia y obtener lecciones que aplicar en un futuro. Los extraordinarios deben tener una naturaleza más transversal, agrupar actores que ordinariamente están dispersos en distintas partes del sector público y privado y articularlos eficazmente con actores de conocimiento procedentes de universidades y centros de investigación nacionales e internacionales. Toda catástrofe de cierta entidad requiere un mecanismo de esta naturaleza, a modo de grupo o comisión temporal de investigación, riguroso, independiente, protegido de la contingencia política y con un mandato claro de mejorar, no de culpar o absolver. Mi experiencia es que cuando se le ha dado la legitimidad que necesita, sus recomendaciones calan y producen cambios.
Más allá de los aprendizajes derivados de catástrofes concretas, nuestras sociedades necesitan innovar en su aproximación a la gestión de todo tipo de riesgos. Es patente que algunos de ellos, no solo los naturales, se están haciendo más intensos y nuestras capacidades para enfrentarlos son limitadas. Enfrentamos un desafío de innovación para hacernos cargo de ellos. Por ejemplo, en su libro Risk and Reason, Cass Sustein propone una nueva aproximación conceptual y metodológica para abordar estos desafíos. Urge una institucionalidad pública que contemple la gestión de riesgos transversalmente y ponga el acento en su valoración y en el análisis y propuesta de las medidas a adoptar después de una valoración coste beneficio de las mismas.
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