Morir para vivir
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Relato Negro ·
La última de mis muertes fue la tuya. Cuando ya nada quedaba, llegaste y me lo diste todoVíctor del Arbol
Miércoles, 21 de julio 2021, 00:00
La primera vez que me asesinaron yo tenía 7 años. Dicen que de esa edad se recuerda poco y se olvida mucho, pero yo lo recuerdo todo. Él dijo que yo no era como los demás; los otros tenían una esponja en la cabeza, lo ... absorbían todo, aprendían deprisa, eran obedientes. Pero yo tenía una piedra aquí dentro —y al decirlo golpeaba repetidamente mi entrecejo con su índice y yo sentía a un pájaro carpintero picoteándome–. Para demostrar su tesis me abrió la cabeza con un palo. Ese día aprendí que las piedras también rezuman sangre oscura. No sé qué era lo que tanto le enfadaba de mí. Que sorbiera los mocos sin llorar cuando me abofeteaba, que me mordiera las uñas y me las guardase en los bolsillos, que trapichease con las gelatinas del postre a cambio de cigarrillos que olían a calzoncillos o calcetines porque en el orfanato estaba prohibido fumar. Cuando desperté en el hospital ya no era yo, era otro. Uno que pensaba pero que no era capaz de traducir los pensamientos en palabras, solo en balbuceos.
La segunda vez que me arrancaron el corazón fue a los 15 años. Me devoró un guepardo de piel moteada, músculos ágiles y fuertes, dientes afilados y gestos bruscos, feroces y crueles. El guepardo vestía traje caro, chaleco a conjunto y sonrisa comprada en una clínica dental del centro. Lo primero que vi al separar mis ojos de la mierda que se acumulaba entre los dedos de mis pies descalzos fueron sus zapatos italianos. No sabía anudarse parejos los cordones. Hay que hacerlo como si dibujaras una mariposa con las alas desplegadas. Alcé la vista y lo vi bajo su enorme paraguas, observándome fijamente, como hacen los guepardos al oler al más débil del rebaño. El guepardo me llevó a su guarida en un callejón infecto y mientras las ratas bebían en los charcos me mordió el pecho y me sacó el corazón con sus garras. No le bastó con violarme. Tuvo que beberse la poca luz que le quedaba a mi alma.
La última de mis muertes fue la tuya. Cuando ya nada quedaba, llegaste y me lo diste todo. Lo que no esperaba, lo que no creía posible. Descubrí qué universo se esconde en una caricia, las puertas que abre un beso en los labios, tus olores, tu tacto, tu aliento rozando mi mejilla sin afeitar. Tres años maravillosos, una gota de agua en el desierto cada vez que aparecías para traerme tus vientos y tus miradas de estrellas. Y entonces, cuando el miedo era ceniza bajo nuestros pies, llegó esa palabra que escuchamos con incredulidad en la consulta del oncólogo. Y nos metimos juntos en un espejismo, nos abrazamos y nos negamos a aceptarlo, vivimos aquellos últimos meses como si el tiempo fuera un dibujo infantil entre las nubes de nuestra azotea. Y esperamos otro milagro más, mientras te apagabas. Me hiciste prometerte que yo no moriría esta vez. Pero yo me enterré contigo en aquella tumba, hundí los clavos muy fuerte en el ataúd para no salir nunca más.
Crucé un mar oscuro y profundo, sin inviernos ni veranos, sin noches o días, donde el tiempo era una resina pegada a mi dolor. Una tortura de alfileres bajo las uñas, en las encías, de calles que eran bosques enfermos. Y cuando ya no pude más volví a nuestra azotea, a la misma silla con un cenicero de plástico donde nos quedábamos hasta las tantas viendo las lunas de mayo. Grité tu nombre, lo supliqué, pateé las sábanas tendidas, y solo obtuve silencio. Y decidí que esta vez sería yo quien eligiese mi muerte. Me coloqué al otro lado de la baranda y contemplé los ocho pisos hasta la calle. ¿Por qué los hombres no pueden volar? ¿Qué nos ata a esta gravedad que nos enferma? No fui capaz. No todavía. Comprendí que el dolor es solo una ola que gira en las entrañas para llevarnos a la orilla de lo que se debe hacer.
Y lo supe. Fue entonces, ya cadáver, cuando empecé a matarlos a ellos, a mis asesinos. Los busqué durante años, al cura del orfanato, al guepardo, a sus familias, amigos, conocidos... Odios secos, miradas de incredulidad, súplicas que de nada les valieron, arrogancias que tampoco me hicieron dudar. Pelar una manzana que ha estado demasiado tiempo en el frutero, algo seco, que ya no cruje al sentir el puñal. Eso sentí al ensartar al cura, ya viejo y ciego, en su gloria. Esa sensación experimenté al arrancarle las garras y los dientes al guepardo con unas tenazas.
Es extraño matar sin ira, sin rencor, sin odio. Es extraño matar estando muerto.
Me preguntan por qué tanta sangre derramada.
¿Qué puedo decir? Es lo único que me hace sentir vivo.
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