La reinvención de Amanda
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Amanda Brunete, herrera y escultora, de su taller han salido piezas para el palacio de María Pita o las catedrales de Segovia o MurciaTxema Rodríguez
Viernes, 28 de agosto 2020, 00:03
Vivir como una quiere, sin ataduras, siguiendo tan solo el ritmo de lo que te hace feliz. Eso que a menudo escuchamos como un deseo y que rara vez contemplamos como un hecho. Pero aquí está Amanda Brunete para mostrar que resulta posible ese encuentro ... entre la realidad y el deseo. Dice ella que es muy seria, y lo es. No adusta, sino de convicciones firmes, de silencios prolongados y espacios amplios. Herrera, un oficio extraño para una mujer, y escultora; lo que siempre quiso y casi se perdió por las ataduras de la sociedad y de eso que llamamos trabajo. Su taller es un espacio diáfano lleno de herramientas ennegrecidas por el uso. Una fragua que lleva un tiempo sin probar el fuego, cáscaras de almendras, piezas de metal, bombonas de gas para soldar y una perra labrador que se llama 'Chloe' a la que dejaron abandonada y que reclama caricias emitiendo unos gemidos muy graciosos. Al lado, otra nave sin paredes le sirve de vivienda durante el verano, distanciada de su pareja en el espacio, cada una en el suyo. Hay pájaros sueltos, todos hembras, y suena música clásica. Le pide a Alexa que baje el volumen, que lo sencillo es compatible con lo sofisticado.
Segovia está a unos pocos kilómetros y la omnipresente pared de la Sierra de Guadarrama corta el horizonte tras un puticlub adosado a una gasolinera. En la ciudad, de adolescente, sintió dos cosas. Una era que no le gustaba el aire que se respiraba en su casa y la otra, una vocación artística que la llevó a la escuela de artes aplicadas y a buscar un taller donde le dejaran aprender el oficio. Resultó ser la fragua de los hermanos Elías de Andrés, durante cinco años, por las tardes.
A los diecisiete se fue de casa y comenzó a trabajar por las mañanas de cartera o de socorrista, «tenía los carnés de todo tipo de motos y me resultó fácil que me cogieran para hacer repartos». Ahora va a cumplir 48 y habla con gratitud de quienes tuvieron la paciencia de enseñar, «porque ya no hay aprendices, antes tampoco, y menos una chica. Hacía lo que me decían, siempre estaba dispuesta, aprendí todas las técnicas, en especial las más antiguas, de un oficio que es una mezcla de muchos a la vez. La verdad es que siempre he hecho lo que me ha dado la gana».
Despejamos una mesa para tomar un café. Recoge la ropa de un tendedero que ha salido volando y a la perra de unos vecinos que están fuera y la dejan a su cargo. «Ellos siempre la llevan atada, pero yo dejo que vayan a su aire y como no me obedece mucho le cuesta entrar en casa». Un buen día se lanzó al mundo laboral y montó una pequeña fragua en Mata de Quintanar y luego otra más grande, en Tizneros. De sus manos han salido piezas para el palacio de María Pita o las catedrales de Segovia o Murcia, aunque ve un futuro difícil a este oficio «en el que tú eres solo el eslabón final de una cadena de contratistas y constructores que pretenden abaratar los costes restando calidad a tu trabajo; vivimos en un mundo que no sabe distinguir una reja hecha a mano de una de piezas cortadas por un robot». Busca entre los estantes del taller un par de ellas. Me enseña un adorno industrial que vale unos céntimos y otro forjado por ella, «¿Ves la diferencia?, uno tiene alma y el otro no».
Amanda ha de cuidar sus muñecas, gastadas de tanto golpe, y un pie lesionado que la tuvo de baja una larga temporada durante la que comenzó a «aprender otra vida». «Me di cuenta de que había iniciado todo esto porque quería ser escultora y me había comenzado a perder por el camino, comprendí lo importante que es la calma y que si no me encuentro bien no puedo hacer las cosas que me gustan, así que solo trabajo cuando alcanzo ese sentimiento; vivo de las esculturas y de los trabajos de fragua que me interesan». Lo resume con una frase que denota sabiduría: «Soy tan pobre, que me permito elegir lo que quiero hacer».
Tiene un caballo negro de raza española –se llama 'Amoroso' y dice que se enamoró de él desde que era un potrillo– y también toca un violín que le regaló su mujer. Siempre lo quiso y estudió unos años hasta que logró tocarlo. «Lo hago por deleitarme, solo como algo que me gusta. Creo que estoy contenta con lo que he logrado hacer con mi vida, en cuanto gano dinero suficiente dejo el trabajo por una temporada, eso te libera de la presión constante de producir».
Sabe de lo que habla porque ha desarrollado proyectos de gran envergadura. Consiguió hace años el concurso para la restauración de la puerta y la fachada de hierro fundido de la estación de Atocha. Y como es seria renunció a él porque no estaba de acuerdo con las condiciones fijadas para el pago del trabajo. «Querían que me hiciera cargo de todo y luego ellos, ya sabes... pagan cuando pagan. Era un proyecto complejo y que requiere muchos conocimientos». Al final lo llevaron a cabo otros y lo hicieron mal, porque esa fachada «no está compuesta por piezas fundidas, eso antes no existía, sino roblonadas, y eso requiere conocimiento». Han vuelto a llamarla ahora para que lo haga y arregle el desaguisado. Pero habrán de aceptar sus condiciones.
La mirada del milano
Amanda se muestra crítica, en cualquier caso, con la actitud de muchos artesanos. Aunque parezca obvio que la mayoría de los oficios manuales caminan hacia la desaparición, «no hay respeto hacia lo que está bien hecho, pero tampoco nosotros nos podemos quedar en lo pequeño y hay muchos que lo hacen; poco futuro vas a tener si te dedicas a hacer castañuelas y te pones a venderlas en la puerta de tu casa, como si me pongo yo a hacer herraduras. Hay que tener pundonor y ambición, en muchos de nuestros oficios hubo y hay trabajos de envergadura».
Ahora anda dando vueltas a sus esculturas. Ha expuesto en Madrid y en Barcelona. Trajina con piezas metálicas y tiene entre manos algunas propuestas, como un encargo de piezas para escaparates de una gran marca de ropa. Todo esto lleva su tiempo y aquí, por ahora, discurre lento. Busca la emoción y la soledad. Pasa días sin salir de este lugar, en un pueblo donde fracasan todos los restaurantes, observando a los animales. Por el tejado de uralita se oyen unos pasos, es el caminar rápido de una urraca, y en un árbol cercano se posa un milano al que deja comida, «a veces me busca con la mirada».
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