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Delinquir para sobrevivir
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Delinquir para sobrevivir
Viernes, 28 de Febrero 2025, 10:54h
Tiempo de lectura: 10 min
Su primer hurto fue en un supermercado. Hanayo Tomita recuerda con todo detalle cómo metió el libro de crucigramas en el bolso, cómo se le aceleró el corazón mientras se dirigía hacia la salida. La voz del guardia de seguridad que le decía: «Disculpe, señora, se ha llevado algo». Ella entonces tenía 72 años. En su billetera llevaba los 500 yenes que costaba el libro, el equivalente a tres euros. «Podría haberlo pagado –dice Tomita–, pero no quise».
Hoy, Tomita está sentada de rodillas, muy erguida, en una habitación cubierta de tatamis en la prisión de mujeres de Iwakuni, una pequeña ciudad al sur de Japón. Su chaqueta deportiva cae holgadamente sobre sus delicados hombros. Tomita tiene ya 85 años y esta es la tercera vez que la encarcelan por robar. Su último hurto: un poco de sushi.
Mientras Tomita habla, un guardia se apoya contra la pared y escucha. A través de las ventanas, el sol proyecta líneas brillantes sobre el suelo. Los cristales están protegidos con barras. Tomita, cuyo verdadero nombre es otro, vive desde hace nueve meses en esta prisión, donde la vida cotidiana está regulada hasta el más mínimo detalle.
Aunque Tomita mantiene la mirada baja, parece disfrutar contando su historia. De hecho, dice que está feliz de sentirse en plena forma. «Algunas personas aquí tienen verdaderos problemas –cuenta tocándose la cabeza–. Los crucigramas son buenos contra la demencia».
En la sociedad japonesa, muy respetuosa con la ley, la proporción de delincuentes de edad avanzada está aumentando. Hoy, un tercio de las reclusas está en edad de jubilación, mientras que hace veinte años era el 10 por ciento. La habitación en la que nos recibe Tomita alguna vez estuvo destinada a reclusas con bebés. «Nunca he visto un niño aquí –comenta el guardia–, pero cada vez hay más jubiladas». En Iwakuni, la reclusa de más edad tiene 95 años. La mayoría de los delincuentes son abuelas que han robado algo en el súper: una coca-cola, un paquete de pasta o un bol de fresas.
¿Cómo se produjo esta «ola terrorífica de delitos», como la llaman los periódicos japoneses? ¿Es pobreza, aburrimiento o soledad?
En Japón, por un hurto en una tienda puedes acabar en prisión: el robo se castiga con hasta diez años de cárcel o una multa de hasta 3000 euros. A las ancianas primero se les advierte. Si reinciden, se las multa. Solo si son detenidas más de media docena de veces, se enfrentan a penas de prisión, normalmente de uno a dos años.
En 1975, la población japonesa era la más joven de la OCDE, con solo un 8 por ciento de mayores de 65 años. Hoy, los ancianos representan el 27 por ciento, y en 2050 supondrán el 41. «Por primera vez en nuestra historia, las ventas de pañales para adultos han superado a las de pañales para bebés», anunció ya en 2011 Unicharm, el principal... Leer más
Tomita fue condenada a un año y cuatro meses. Su pensión es baja, como la de la mayoría de las japonesas mayores. Tomita recibe unos 580 euros al mes. Pero ella asegura que no robó por pobreza. La alegría había desaparecido de su vida y la existencia se limitaba a una sucesión de días iguales a otros. Vivía sola, como muchas mujeres de su generación.
Ella siempre trabajó duro, dice Tomita. Cuando su hijo tenía 5 años y su hija, 3, su marido salió de casa y nunca regresó. Lo único que dejó atrás fueron deudas. Desde ese día, Tomita se levantaba a las tres de la mañana para repartir periódicos y luego iba a trabajar en una cadena de montaje. Su madre se hizo cargo de los niños. No era una vida para vivir los propios sueños, pero sí para construir los de la próxima generación.
Su hijo estudió y enseñó Sociología en una universidad. Más tarde fundó un servicio de enfermería, pero se endeudó. Sin sus hijos en casa, algunos días Tomita apenas decía una palabra. Dejó de hablar con sus amigos porque se avergonzaba de sus deudas y el contacto fue desapareciendo; ni siquiera sabe si tiene nietos.
La sociedad ha exigido mucho a las japonesas de su generación. Pero nadie parece haber previsto su vejez. En muchos casos, el marido ya ha muerto o, como en el caso de Tomita, ha desaparecido. Ellas no quieren ser una carga para sus hijos y prefieren retirarse de escena antes que exigir algo.
Y cada vez son más. En Japón, las mujeres viven una media de 87 años y los hombres, de 81. El Gobierno, que ha reconocido desde hace tiempo que no puede detener el envejecimiento de la sociedad, tampoco tiene respuesta a la mayor pregunta social del momento: ¿cómo diseñar y financiar mejor la tercera edad de la vida para que la existencia termine con dignidad y no en prisión, por ejemplo? Estas mujeres necesitan lugares donde reunirse o residencias de ancianos. Pero hay muy pocas, mientras el número de personas mayores que viven solas aumenta sin parar. Para el año 2030 podría ser una de cada dos personas.
Robar para algunas de estas mujeres es su forma de salir del aislamiento. Un momento de felicidad en una vida en la que se han perdido los momentos brillantes. Así lo siente una mujer de 77 años que robó un paquete de sashimi y que acaba de salir de prisión. «Robar me hizo sentir como si hubiera logrado algo. Aunque después siempre venía la vergüenza». O la mujer de 86 años condenada por robar seis tomates cherry y un manojo de espinacas: «Finalmente encontré algo que contrarrestaba el vacío dentro de mí. Por un momento fui feliz», dice. Muchas son reincidentes, como la propia Tomita. «Al principio, la idea de ir a prisión me asustó –dice–. Pero luego vi que no era tan malo». Tomita no añora el mundo exterior. Se siente cómoda aquí. Comparte celda con tres mujeres más jóvenes. «En casa tenía un techo sobre mi cabeza, sí. ¿Pero sabes qué no tenía? Conversación».
Tomita se despierta a las seis y media de la mañana. El desayuno es a las siete y diez. Luego fabrica flechas decorativas que se venden en los santuarios como amuletos. Tomita permanece en el banco de trabajo durante cuatro horas por la mañana y cuatro por la tarde. En las cárceles japonesas, el trabajo suele ser obligatorio. Los críticos hablan de trabajo forzado porque sus productos se venden, pero a Tomita le divierte: «No sabía que me gustara hacer manualidades».
Para muchas, la prisión es un buen lugar para vivir, explica una guardia de prisión. «Tadaima», le dijo una anciana reincidente al volver a prisión. «Tadaima significa: 'Estoy en casa'». Las ancianas reciben comida tres veces al día, se bañan regularmente y se las somete a exámenes médicos. Todo gratis.
Al igual que la sociedad en su conjunto, las cárceles japonesas también deben adaptarse a las personas mayores. En prisión hay andadores, se instalan pasamanos. El médico abre su consulta cuatro veces por semana. Algunas pacientes tienen demencia; otras, depresión. El doctor ha solicitado 14 andadores en los últimos años: «Cuando empecé aquí, hace 20 años, no teníamos ni uno», afirma. Junto a su consulta se apilan paquetes de compresas para la incontinencia. Más de una docena de mujeres reciben comidas especiales porque no pueden masticar: les dan gachas de arroz; el pan blanco se les corta en trozos pequeños y si hay pescado, se le quitan las espinas. «Esto cada vez parece más un geriátrico», se queja la enfermera.
Las cárceles japonesas nunca se han caracterizado por su indulgencia, todo lo contrario. La ley penitenciaria se remonta a 1907 y sigue el principio de disciplina y trabajo, pero en respuesta al envejecimiento de la población carcelaria Japón ha reformado su sistema penal. Hoy en día, la atención se centra en la reintegración. A partir de junio se abolirá el trabajo obligatorio y, desde ese momento, las reclusas solo realizarán trabajos para los que sean física y mentalmente capaces.
La prisión de mujeres de Tochigi, en el centro de Japón, ya ha modernizado sus métodos. Las reclusas vulnerables reciben atención y apoyo. El edificio de la lavandería está pintado de rosa y a las internas se les encarga el cuidado de los rosales o coser delantales y peluches. Pero algunas ya no ven bien, o tienen artrosis, o son incapaces de seguir instrucciones, así que hacen flores de papel. Otras cuelgan tarjetas con deseos en una pared. Una mujer escribió: «Quiero volver a casa, extraño a mis gatos». Otra: «Quiero una sandía».
Un guardia recorre una de las salas repartiendo notas. «Escribe la fecha aquí», le dice a una anciana sentada en una silla de ruedas.
«¿Qué debo escribir?», responde ella.
«La fecha, por favor», dice el guardia, y luego más fuerte: «Día y mes».
«¿Enero?».
«No, enero no. Es octubre».
«¿Ya es octubre?».
Todas las mujeres de esta sala robaron en tiendas; y todas padecen distintos estadios de demencia. Por eso, en lugar de trabajar, doblan estrellas de origami, organizan juegos de adivinanzas sencillos o cantan. El guardia se inclina hacia delante y le dice suavemente a la mujer en silla de ruedas: «No te duermas».
En Tochigi, lo que más se necesita son trabajadores sociales, enfermeras y terapeutas que cuiden de las reclusas. Pero para la envejecida sociedad japonesa esto también es un problema: hay falta de talento joven. Las parejas tienen cada vez menos hijos.
La idea de tener que volver a arreglárselas solas fuera de la prisión asusta a muchas de estas reclusas. Al final de su condena empiezan a estar nerviosas, comenta una trabajadora social. Ella les explica dónde y cómo obtener ayuda una vez que estén fuera. «Necesitan volver a sentirse valiosas y apreciadas –afirma la trabajadora–. Necesitan un lugar donde se sientan como en casa, pero ese lugar no puede ser la prisión». Además, muchas de ellas llevan años sin tener contacto con sus familiares.
Los hijos de Hanayo Tomita, por ejemplo, tampoco vienen visitarla. Ella dice que le pidió a su abogado que no les dijera dónde estaba. Ambos son funcionarios públicos, dice, «no quiero avergonzarlos». ¿Realmente los chicos no saben dónde está su madre? El guardia duda de que sea así. Tomita cuenta su versión. «Las ancianas no revelan todos sus secretos», comenta el trabajador social. Tomita dice que algún día llamará a sus hijos. «Y les contaré dónde he estado estos años». Le quedan siete meses de prisión y, cuando salga, tendrá 86 años. «Esta fue mi última vez. Jamás volveré a robar», dice levantando su dedo meñique en señal de juramento. «Prometido».