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Los pesares de Ramón y Cajal Nueva biografía Las facetas menos conocidas del genio

Escudriñó el sistema nervioso y dibujó las neuronas con primor de artista. Pero antes del Premio Nobel tuvo una juventud marcada por las peleas, el culturismo y los enfrentamientos con su padre, de quien recibió palizas. Un nuevo libro desvela detalles inéditos de su biografía.

Sábado, 28 de Mayo 2022, 01:15h

Tiempo de lectura: 7 min

Fue un polímata: consumado fotógrafo, estudioso de los fenómenos paranormales, hipnotista, maestro de ajedrez, escritor de novelas de ciencia ficción y boxeador. Incluso se hizo culturista para vengarse de un chico de ciudad que lo había vencido –a él, un robusto montañés– en un pulso. Alardeó de sus enormes pectorales y de los 112 centímetros de su pecho. Prueba de su orgullo es que, en su autobiografía, no aparece una foto de él, Santiago Ramón y Cajal, ganando el Premio Nobel de Medicina, pero sí una de sí mismo, a los 20 años, en la cúspide de su fase culturista.

Fases tuvo muchas, la primera, anterior a la ciencia, fue la pintura. «Era ya en mí manía irresistible manchar papeles, trazar garambainas en los libros y embadurnar las tapias, puertas y fachadas recién revocadas del pueblo. Una pared lisa y blanca ejercía sobre mí irresistible fascinación. En cuanto afanaba una cuaderna, compraba papel o lapiceros». Con apenas 8 o 9 años, el Ramón y Cajal niño solo quería dibujar.

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Loco por el dibujo. Desde niño, Santiago Ramón y Cajal sobresalió por su talento para el dibujo y lo aplicó en su trabajo científico. En la imagen, célula de Purkinje dibujada por él.

Y esa 'manía irresistible' –que rememora en su autobiografía Recuerdos de mi vida– habría de durarle hasta la muerte. Incluso después de convertirse en el científico más aclamado de su tiempo, incluso después de ganar en 1906 el Premio Nobel, Santiago Ramón y Cajal siguió explicando los más intricados mecanismos de la vida a través del lápiz y el papel.

Casi todo cuanto sabemos de él procede de esta autobiografía. «Pero no hay testigos, y sí la certeza de que Cajal sabía cómo construir una historia, ya que había escrito ficción durante años». Así, con esta sutileza, el escritor Benjamin Ehrlich siembra la semilla de la duda acerca del nivel de veracidad de los recuerdos del científico. Ehrlich, que se declara su devoto admirador, acaba de publicar El cerebro en busca de sí mismo, una biografía en la que retrata la vida de Cajal con la misma minuciosidad que el Nobel aplicó a sus amadas neuronas.

Repasar su infancia y su juventud es asistir a un duelo entre el padre y el hijo, entre el arte y la ciencia, entre los impulsos y el deber. El padre, Justo Ramón, agricultor desde los 7 años y salido de la más profunda pobreza, consiguió convertirse en un médico reconocido. Capaz de memorizar libros enteros, decidió que su hijo seguiría sus pasos. Pero Santiagüé, a quien llamaban 'el niño demonio', solo quería dibujar.

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Humillado en un pulso. Un chico de ciudad le ganó un pulso. Humillado, se puso a entrenar y se musculó. Era muy perfeccionista. En la foto, Ramón y Cajal jugando con un amigo.

Ehrlich lo describe como un crío caótico, desorganizado e incapaz de memorizar un texto. Siempre metido en peleas. Lo que no lograron las palizas de su padre –que se estuviera quieto y fijara la atención en algo– lo consiguió la pintura. «Incapaz de concentrarse en clase, podía, en cambio, dibujar durante horas». El duelo formal se produciría cuando Santiagüé, con la inocencia de sus 10 años, anuncia que va a ser un artista profesional. El padre, que consideraba el arte como «una enfermedad de la voluntad, un defecto del desarrollo», echó al fuego sus dibujos, lápices y cuadernos. A partir de ese momento, el niño utilizaría «trozos de papel como pincel, conseguiría pigmentos azules y rojos humedeciendo los librillos de papel de fumar, escondería los dibujos entre las rocas en el campo».

Lo que sigue es la historia de dos feroces determinaciones: la del padre por conseguir que su hijo abandonara el dibujo y abrazara los libros; y la del hijo por seguir pintando. En el bachillerato, pese a que imploró ir a un instituto en el que dieran clases de pintura, el padre lo envió a Jaca, a una escuela en la que impartían Latín y preparaban bien para Medicina.

Fue un niño caótico, desorganizado, siempre metido en peleas, incapaz de concentrarse en clase y que dibujaba durante horas

Vendría un tiempo de horror, palizas y humillaciones. Ramón y Cajal era feliz cuando le confinaban en la 'cárcel': con tiza y carbón de contrabando podía dibujar durante horas por todas las paredes. El descubrimiento de la geografía le abrió el paso al mundo de los atlas, mapas y globos terráqueos, un magnífico material para sus dibujos. «Su memoria visual era tan impresionante como la memoria verbal de su padre, y ese talento le permitió reproducir a la perfección hasta el mapa más intrincado».

Las batallas en casa continuaban. El padre lo puso a trabajar primero como aprendiz de barbero y luego como aprendiz de zapatero. Se le daba bien ese trabajo manual, y con las propinas volvió a comprar los papeles y lápices que le habían confiscado. Le gustaba aquel oficio. Un año entero pasó en la zapatería, tras el cual el padre lo consideró curado de su locura artística. Y se produjo el primer pacto entre ambos: «Estudiaré si me pagas unas clases de dibujo». Y así, en la escuela de arte de Huesca, un Santiago quinceañero encontró al mentor que buscaba. Era León Abadías, quien más de una vez le dijo que era su pupilo más brillante y le fortaleció la necesidad de descubrir «cómo adquirir un alma artística».

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Culturista y boxeador.

A los 20 año practicaba culturismo. Además de un científico excepcional, fue artista, escritor de novelas de ciencia ficción y boxeador.  

Los pactos hay que cumplirlos: con 17 años, y tres días después de graduarse, el padre lo acompaña a matricularse en la Facultad de Medicina de Zaragoza. «Adiós a los ambiciosos sueños de gloria –escribiría, atormentado–. Debo cambiar la mágica paleta del pintor por la pesada y prosaica bolsa de instrumentos quirúrgicos».

Seguía sin querer ser médico y así sería siempre. Para decirlo con más exactitud, nunca quiso ejercer la medicina. Pero sí entendió que la ciencia podía, al igual que la literatura –devoraba libros de aventuras y él mismo escribía historias de ficción–, espolear su imaginación. En una nueva alianza, mano a mano con su padre, comenzó a diseccionar cuerpos y descubrió los misterios de la anatomía. E hizo lo que siempre había hecho al descubrir cosas nuevas: dibujarlas. En vez de rocas, flores y árboles, comenzó a dibujar plexos, ganglios, tendones.

Es así como, en su etapa universitaria, la devoción por el arte y la pasión por la observación y los detalles se hermanan con sus conocimientos de medicina y anatomía. Su hermano Pedro llegaría a decir de él: «Entró en el Castillo de la Ciencia a través de la Puerta del Arte».

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Genio de las neuronas. Despuntó por su estudio del sistema nervioso y de las neuronas. En la imagen, en su lugar de trabajo en 1885.

En aquellos años haría cientos de bocetos a lápiz e ilustraciones con acuarelas. El duelo padre-hijo terminó en tablas: Santiago se licenció en Medicina, pero no dejó de pintar. Se hizo médico militar e iría a la campaña de Cuba, pero lo único importante fue el descubrimiento del microscopio y, a través de él, de las células. Daría así inicio a un romance eterno que compatibilizaría felizmente con el dibujo. «No importa cómo de exacta y minuciosa pueda ser una descripción verbal; siempre será menos clara que una buena ilustración», dijo. También era un artista con la fotografía, pero él prefería dibujar.

Entre sus primeras fascinaciones microscópicas estuvieron los leucocitos, a los que dibujó con diferentes colores y sombreados dándoles una imagen tridimensional que asombraría a sus colegas. A medida que avanzaba en sus descubrimientos con el microscopio, también lo hacía con sus ilustraciones. De hecho, la exquisitez de uno de ellos le serviría para aprobar la oposición a profesor en Valencia, y cuenta Ehrlich que «un miembro del jurado se llevó a casa la pizarra para conservarla como una obra de arte».

Su hija se estaba muriendo de meningitis. Su mujer lo llamó desesperada, pero él no acudió, no levantó la vista del microscopio

Entregado por igual a la ciencia y al arte, ¿tuvo tiempo para su vida privada? Sí, a juzgar por los siete hijos que tuvo con su mujer, Silveria. Con ella, además, practicaría otro de sus intereses, la hipnosis: fue capaz de ponerla en trance para evitar que sufriera al dar a luz, conformando el primer estudio sobre hipnosis durante el parto en España.

Inspiración para Dalí, Lorca o Buñuel

Si su padre había sido obsesivo, Ramón y Cajal no lo fue menos. En su libro, Ehrlich escribe como una noche en la que su hija, enferma de meningitis, estaba agonizando él siguió trabajando en su laboratorio. Y ni siquiera cuando su mujer gritó y lo llamó, porque había muerto, él dejó de mirar al microscopio y de dibujar.

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Hipnosis en los partos. Se casó son Silveria Fañanás. Tuvieron siete hijos. En los partos la hipnotizaba para mitigar el dolor. Aquí, con cuatro de sus niños: Fe, Jorge, Paula y Santiago.

Los años siguientes lo harían despuntar en el estudio del sistema nervioso. Sus ilustraciones, convertidas en carteles gigantes, pósteres y diapositivas, irían de congreso en congreso y las utilizarían los más prestigiosos histólogos del momento. Era su 'manía tan irresistible' que, en una visita a Cambridge para recibir un grado honorífico, se paró a pintar las fachadas en una calle atestada de gente, impidiendo el paso a los viandantes. Ajeno a cuanto lo rodeaba, tuvo que llegar la Policía y llevarlo al calabozo, hasta el punto de que se perdió el almuerzo en su honor. «Estaba dentro del dibujo, su auténtica vía de escape», dice Ehrlich.

Con el tiempo, Cajal iría diversificando sus técnicas de dibujo. Pero las más admirables creaciones, y por las que siempre será recordado, son sus adoradas neuronas, esas «misteriosas mariposas del alma cuyo batir de alas tal vez algún día pueda revelar los secretos de la mente». Esas imágenes de apariencia alienígena fueron clara inspiración para artistas como Dalí, Lorca o Buñuel. Pero para Ramón y Cajal el ideal en el arte era la naturaleza en sí.

Etiquetas: Escritores
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