
Un linaje maldito
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Un linaje maldito
Domingo, 28 de Septiembre 2014
Tiempo de lectura: 6 min
En el cementerio de Long Island, una lápida protege un oscuro secreto. Es la tumba de Brigid Elizabeth y William Patrick, madre e hijo. Sobre el mármol figura grabado el apellido Stuart Houston. Es falso. En su lugar se debería leer: Hitler. Brigid fue cuñada del Führer; William Patrick, su sobrino. Madre e hijo dejaron Europa en dirección a Nueva York cinco meses antes de que su famoso pariente ordenara invadir Polonia, desencadenando la mayor matanza que haya conocido la humanidad. El fantasma del tío Adolf, sin embargo, los persiguió hasta la muerte. Hoy, los descendientes de William Patrick todavía sienten su aliento. El precio de tener en la familia al mayor criminal de la Historia ha sido demasiado alto.
Ninguno de los cuatro sobrinos nietos de Hitler, ahora Stuart Houston, tiene hijos. Se dice que pactaron no tenerlos. Brian y Louis, los dos menores, viven juntos en Long Island. Son paisajistas y aficionados a la pesca de altura. Se encierran en el silencio, protegidos por la bandera de las barras y estrellas. Howard, el tercero, era inspector fiscal: se mató en un accidente de coche en 1989. El mayor, Alexander, de 65 años, vive solo.
Sus vecinos, unos judíos vestidos con ortodoxos ropajes, reprueban a los curiosos que merodean la casa, mientras ignoran que el segundo nombre de pila del señor que vive al lado es Adolf y aseguran no tener nada en contra de un hombre tan «correcto». Al ser abordado, Alexander admite conocer los vínculos de su familia con la Historia, aunque confiesa: «Hubiera preferido no saberlo». A la segunda pregunta: ¿por qué su padre le puso Adolf?, gruñe: «Tenemos una norma. No hablar nunca con los periodistas». Y antes de darse media vuelta, sentencia: «Oiga, cuente su historia. Espero que todo le vaya bien».
La historia comienza en Liverpool, en 1911, con el nacimiento de William Patrick. Alois Hitler, su padre y medio hermano del futuro dictador germano, se había casado con Brigid, una irlandesa, y se había instalado en Liverpool (Inglaterra), donde existía una importante comunidad alemana. Sin embargo, las cosas no le fueron bien. Alois empezó a acumular deudas y fracasos en los negocios hasta que, en 1914, decidió abandonar a su familia y regresar a Alemania.
Al estallar la Primera Guerra Mundial, Brigid dio por seguro que su marido habría muerto en la contienda y que estaría enterrado bajo toneladas de tierra, sin identificar. Pero lo cierto es que Alois estaba vivo y en 1916 se casó con Edwig, una joven aria que le dio otro hijo, Heinz, caído en 1942 en el frente ruso, sin que su apellido ni su tío le otorgaran protección alguna.
El apellido Hitler empieza a adquirir notoriedad. En Múnich, el tío Adolf ha fracasado en su golpe de Estado y cumple condena de cinco años. Brigid se traslada a Londres y su hijo William Patrick se prepara para un destino más seguro: asistente de contabilidad, una buena idea..., hasta el estallido de la crisis de 1929.
Mientras tanto, su tío Adolf, ya fuera de la cárcel, encadena grandiosas celebraciones. La mayor de todas, en Núremberg. Lleno de orgullo, el padre huido, Alois –medio hermano de Adolf–, llama a su hijo, al que no ha visto en 15 años, para reencontrarse en medio de las banderas y los 150.000 fieles que aclaman a su tío. Cuando todo termina, William regresa a Londres con su madre y retoma su máquina de calcular.
La tranquilidad reina en su vida hasta el 30 de enero de 1933, cuando su tío es nombrado canciller. ¿Es por culpa de ese apellido cada vez más molesto que su jefe lo despide? En el paro, decide viajar a Alemania e instalarse en Berlín, donde Adolf le ofrece una ayuda de 500 marcos –una suma que no está mal– y la vaga promesa de un empleo que nunca se cumplirá.
El sobrino intenta sacar partido a su apellido. Sin éxito. Acaba de montador en la Opel y, más tarde, de vendedor en un concesionario bajo la vigilancia de la Gestapo, que acaba por retirarle el permiso de trabajo por abusar de su nombre para presionar a los clientes a comprar coches.
El 1 de febrero de 1939 regresa a Londres y le explica a su madre que su tío le ha hecho una oferta: o se hace alemán o se larga. Hitler no quiere tener nada que ver con un sobrino británico. William, en todo caso, continúa sacando partido de su ilustre apellido. Desembarca en Nueva York con su madre, el 30 de marzo de 1939, para ser recibido con reportajes y entrevistas en los medios del magnate William Randolph Hearst. El humilde vendedor de Opel se convierte en una estrella en pocas semanas. Mitad alemán, mitad irlandés, se adapta inmediatamente a los Estados Unidos. «Espero que los americanos no se burlen demasiado de mi bigote –declara–. Siento que mi corazón ha llegado al sitio correcto».
Se embarca en una gira de conferencias muy productiva: «El verdadero Hitler, al alcance de todos». «Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el régimen nazi». El FBI desconfía. Su temido director, Edgar Hoover, lo hace seguir, escruta sus declaraciones, pero no encuentra nada y da luz verde a la renovación de su visado en noviembre de 1941.
El ataque a Pearl Harbor le brinda la ocasión de probar su sinceridad: William solicita al presidente Roosevelt el honor de luchar con el Ejército de su nuevo país. El conferenciante sueña con convertirse en soldado, pero es reclutado para otro tipo de misión. Durante dos años el general Bill Donovan, jefe de la Inteligencia, intenta establecer a través de su sobrino el perfil psicológico de Hitler.
Finalmente, el 6 de marzo de 1944 se alista en la Marina. La prensa lo espera en el muelle y él se presta al juego. «Soy uno de los últimos parientes de Hitler y voy a alistarme en la Marina. He decidido participar en la destrucción del régimen de mi tío, que ha causado tanta miseria».
Su tío Adolf se suicida el 30 de abril de 1945 al final de la Segunda Guerra Mundial; su padre, Alois, arrestado y luego liberado, raspa la 't' en sus papeles y se convierte en Alois Hiller, hasta su funeral, en Hamburgo, en 1956. William Patrick Hitler también elige el anonimato para convertirse, junto con su madre, en Stuart Houston.
Hoy, una nieta adoptiva de Alois que vive en Alemania recuerda que, durante mucho tiempo, en medio de las ruinas de la posguerra la familia recibía paquetes de los Estados Unidos. «Los mandaba William Patrick, pero mi abuelo nunca nos habló de su hijo americano». Lejos de olvidar, William y Brigid reunieron sus recuerdos en un manuscrito orgullosamente firmado Brigid Hitler, que nunca se editó y que hoy descansa al alcance del público en la biblioteca de Manhattan.
Se instalaron en Long Island. William Patrick se ganó la vida con una subcontrata de análisis de sangre que realizaba en su garaje y se casó con una alemana, Phyllis, telefonista, con la que tuvo cuatro hijos varones. Los días de celebración patriótica, pequeñas banderas americanas florecen alrededor de la tumba de los Stuart Houston, sobre esa tierra en la que tantos emigrantes buscaron olvidar hasta el recuerdo de su pasado. Son el mejor testimonio de haberse fundido en el melting pot, el crisol de culturas que son los Estados Unidos. Ya no existe ningún Hitler en América.