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«Estaba acostumbrada a todo, hasta que vi por primera vez esas manchas»

«Estaba acostumbrada a todo, hasta que vi por primera vez esas manchas»

Desde dentro: Agar Díez Ramírez ·

Realizaba las radiografías de pecho a los pacientes covid

Marta San Miguel

Santander

Domingo, 13 de junio 2021, 07:23

La paciente está de pie, sin collares ni metal encima, lo más quieta posible. El camisón con nudos deja a la vista la piel de la espalda al otro lado del cuarto donde los técnicos de rayos le indican cómo ponerse. «Coja aire, aguante». La mujer sostiene las costillas abiertas como si fueran un acordeón, y en ese instante, Agar Díez (Santander, 1978) dispara la carga de rayos para dibujar una parte precisa de su cuerpo. «Respire... muy bien. Ya hemos terminado, puede salir», y la paciente da las gracias y desaparece tras una puerta mientras en la pantalla de la sala de radiodiagnóstico aparece la visión grisácea de un tórax. «Esto es mi trabajo, obtener la mejor imagen que permita después hacer el diagnóstico», dice. Sin embargo, y aunque no sea su función, después de 20 años sacando radiografías, ya sabe leerlas. «Por desgracia», añade, e introduce en el ordenador unos códigos, modifica el encuadre y, cuando la imagen está correcta, la lanza al programa que procesa todas las radiografías que se hacen en el Hospital Valdecilla.

Son las 9 de la mañana; al otro lado de la puerta por la que ha salido la mujer hay suficientes pacientes para llenar la agenda del día en la zona ambulatoria, pero Agar Díez se despide. «Radiología es muy grande y tenemos que atender también lo que llega de la calle, a los que están en planta». Camina abrazada a una libreta como si fuera un salvavidas ante la inquietud que le genera la entrevista: «No sé qué puedo contar, si solo soy una técnico», entonces abre la puerta de urgencias, un pasillo donde nada más entrar la velocidad es otra, y afloja los nudillos de la libreta sin darse cuenta cuando se asoma a una pizarra con dos avisos covid: «¿Dónde está el portátil disponible?». Hay varios compañeros sentados en el borde de las sillas, hay una sala de descanso vacía con microondas y sofás obligados a ser camas, hay un baño. Las voces se aceleran. Todo se acelera en ese espacio, alargado y estrecho como un tobogán, cuando suena el teléfono a un volumen altísimo. Una luz parpadea, y al apretarla, por el manos libres la voz de una mujer informa de otro posible covid. Para entonces, Agar y su compañera Chiti Cimiano ya se están poniendo las calzas, el gorro, la doble mascarilla, dos guantes, la pantalla. «¿Qué tal ha ido la guardia?», le pregunta atándose la bata de plástico. Agar responde que bien, que ahora está en escáner, pero lo que ve allí, dice, es la otra consecuencia de la pandemia: «Los tumores, neurología, los problemas digestivos... todo lo desplazó el covid, pero ha seguido ahí, y ahora empieza a salir, ¿por qué se paró la actividad asistencial en Primaria si en Valdecilla seguíamos a tope? No lo entiendo», dice, y su voz esconde un lamento por esa desgracia suya de saber leer las radiografías que ha visto esa noche.

Lleva doce horas en danza, pero le ha dado tiempo a pintarse la raya azul en el párpado superior de los ojos, lo único que en ese momento queda a la vista de Agar, lo único que verán los pacientes a los se acercará tanto que podrá olerlos. «¿Estás lista?», pregunta, y sale hacia un pasillo donde una máquina de rayos portátil aguarda enchufada a la pared. Los pocos pacientes covid que aún quedan están en planta, en la zona de urgencias separados en salas denominadas mixtas. Ahí se dirigen las dos técnicos. Chiti empuja el carro apretando una barra que acciona el motor. Tiene el aspecto de esas máquinas que pulen el suelo de las grandes superficies. La cara de Agar Díez se difumina tras el vaho de la pantalla. Hoy son sólo tres, pero había mañanas en las que eran veinte o treinta pacientes, pechos a los que había que radiar para verlos por dentro; cuerpos tumbados en las camillas de las UCI, en las habitaciones ingresados e incapaces de incorporarse cuando había que colocar la placa en la espalda, incapaces de aguantar la respiración atados a una botella de oxígeno. «La primera vez que vi esos pulmones me impresionó. Después de veinte años trabajando aquí estás acostumbrada a todo, hasta que vi esas manchas. Impresiona mucho verles entrar tan malitos y sobre todo a tantos». De hecho, si le preguntas por la primera radiografía a un posible covid que hizo, no lo recuerda: «¿La primera? ¡Venían en manada! Y en el hospital éramos las que éramos, teníamos los aparatos que teníamos y había que salir de ahí como fuera, haciendo el diagnóstico lo mejor posible. Y entre protegerte y proteger, no me daba tiempo a pensar en lo que pasaba».

Entraba a las ocho de la mañana, salía a las tres de la tarde... «O no», y sonríe subiendo la ceja porque la pandemia también les quitó el tiempo, no solo el de su horario, sino esa impresión de días empastados, como si no hubiera luna o sol en el cielo que sólo veían cuando salían a las ocho de la tarde a aplaudirse unos a otros: «He arriesgado mi salud y la de mi familia por cuidar y ayudar a cada paciente, y por ahí me tomaba los aplausos». Se detienen entonces ante una puerta donde pone bien grande y en rojo: 'Prohibido entrar. Covid'. Y entran.

«Buenos días». El silencio recuerda a un aula donde hay un examen, un silencio incómodo por la expectativa del temor. Se dirigen al box correspondiente, abren la cortina y un hombre tumbado boca arriba les saluda con la frente. Las técnicos son dos cuerpos tapados por material desechable azul, se presentan, explican lo que van a hacer, y Agar Díez, menuda como una gimnasta, se estira y desencaja un enorme brazo articulado; hace fuerza hasta situarlo sobre el pecho del paciente. «Tiene que incorporarse para colocar la placa entre la camilla y su espalda», esa placa del tamaño de un tablero de ajedrez sobre la que impactarán los rayos. Acto seguido, se coloca el delantal plomado, también azul, como la bata aislante, como la raya de los ojos con los que le dice al paciente que no se mueva, que enseguida acabarán, que esté tranquilo. Suena una tos. Suena otra. Toses huecas como el sonido que hace una caja de cartón cuando la pisas, pero Agar sigue ahí, empujando con fuerza el brazo articulado para asegurar la nitidez de la imagen. Cuando todo está en su sitio, se aleja, se pone detrás de la máquina, y Chiti, a su vez, detrás de ella: «La mejor protección es la distancia, y después el plomado», advierte. Agar sostiene con una mano el interruptor y con la otra levanta el delantal a la altura de la cabeza para cubrirse entera. «¡Va rayo en el box 24!», cantan ambas al unísono para avisar al resto del personal. Entonces aprieta, y la distancia de seguridad con la radiación no es nada en comparación con la distancia a la que ha estado del virus hace tan solo un instante.

Lo laboral, «lo único bueno»

La siguiente paciente también está vestida de calle. «Buenos días», dicen, y la mujer se incorpora, tan cerca, siempre, y muestra su disposición a ayudar, como si pudiera servir de algo en el resultado. ¿Y los mayores, o los que no podían incorporarse porque estaban demasiado enfermos? «Los levantábamos a plomo», dice Agar desde su 1,54 de estatura. A veces se quedaba un rato con ellos: «Les cogía la mano y les hablaba, a los que podían hablar, claro, sobre todo a los de planta». ¿Por qué? «Porque es muy dramático el aislamiento, una persona enferma y encima aislada es lo más dramático del mundo». De nuevo, cantan la advertencia: «¡Va rayos!». Nadie se inmuta, solo ellas, parapetadas detrás del delantal de varios kilos que lleva Agar cuando aprieta el botón. En la pantalla surgen los pulmones, sus sombras como un maldito pentagrama donde se puede interpretar la gravedad de las toses, el sonido que jamás se quitarán ya de la cabeza.

Los cuerpos a los que han visto tumbados son ahora imágenes en la pantalla del «portátil». Introducen los códigos y desde el mismo pasillo lanzan las imágenes para los médicos: «¿Sabes que los cuatro radiólogos de tórax del servicio, cuando terminaban en el hospital, iban a casa, encendían sus monitores y seguían durante horas viendo todas las imágenes que enviábamos?». Dejan la máquina en el mismo sitio del pasillo y regresan a su zona de urgencias. Agar se quita la bata azul, del mismo color de la raya que sigue intacta en su ojos, la piel le brilla de sudor. Tira el gorro, las calzas, la mascarilla, tira por último los guantes y se mira al espejo mientras se lava las manos. «Lo único bueno de todo esto es lo laboral. Con lo que había, el aparataje que movíamos, los que éramos, es impresionante cómo hemos superado la pandemia y el equipo que hemos hecho», dice, y recuerda cómo compañeros que libraban cosían batas con bolsas de plástico para protegerse unos a otros, o bien aquellos que iban a comprar lejía si se acababa de repente: «Hemos pasado mucho miedo, pero este hospital está preparado para una pandemia», y cierra el grifo. Cuando se seca las manos, coge de nuevo la libreta, pero ya no la abraza, solo la lleva como si fuera consciente al fin de la razón de ser de este texto.

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