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Miguel de las Cuevas
«Cada persona merecía una respuesta que le ayudase a soportar el drama»

«Cada persona merecía una respuesta que le ayudase a soportar el drama»

Desde dentro: Daniel Casanova ·

Cirujano jubilado de Valdecilla (71 años), fue voluntario en la línea 900 para atender las urgencias covid

Marta San Miguel

Santander

Domingo, 6 de junio 2021, 07:35

Cuando el doctor Daniel Casanova (Zaragoza, 1949) se jubiló de Valdecilla en 2019, envió a todo el personal del hospital una carta de tres páginas a modo de despedida. «Toma, por si quieres leerla», dice, y la saca de la agenda de cuero de la que no se separa ni cuando entra en el quirófano de la Clínica Mompía donde sigue ejerciendo como cirujano. «Me he jubilado del hospital y de la universidad, pero no he dejado de operar», aclara mientras se quita el reloj y deja desnuda la muñeca, los brazos, unos dedos largos y elegantes que anticipan la destreza.

Las puertas del quirófano número 3 se vuelven a abrir y entra despacio otro médico vestido de verde. El doctor Naranjo también lleva los codos al aire, el pelo cano, gafas. Ambos se mueven de una forma similar, como si el cuerpo adquiriese las líneas de expresión de los actos cotidianos como sucede con la piel de la cara. Encienden los grifos y empiezan a frotarse con un cepillo jabonoso, en un ritual que huele a yodo. Ángel Naranjo, otro histórico cirujano de Valdecilla, confiesa entonces que quiso ayudar en la línea 900, pero llegó tarde. Casanova fue de los primeros:«Me avisó el doctor Carlos Díaz de Terán, éramos 19 y no había más plazas en la sala del 112, pero de haberlas habido, estoy seguro de que decenas de médicos jubilados se habrían incorporado», dice. Tiene los antebrazos cubiertos por una espuma naranja, y en la mirada, algo imantado en el iris tras 40 años de operaciones; ese algo que unos minutos más tarde, cuando la paciente que va a operar esté profundamente dormida, le hará ver no un cuello, sino una tiroides inflamada, una glándula, verá un nervio que no debe rozar para no afectar las cuerdas vocales: bajo los focos, él ve todo eso justo antes de hacer la incisión. ¿Pero qué veía cuando en vez de piel, sangre o vísceras había una voz sin cuerpo, una voz angustiada por el covid y el confinamiento?¿Qué hacía con las manos que durante cuatro décadas han extirpado tumores y han trasplantado hígados y páncreas?¿Es posible extirpar el miedo por teléfono?

El 112 habilitó 19 puestos para médicos jubilados y enfermeras que atendieron los tres primeros meses de pandemia la línea 900 de asistencia covid

Todo empezó el 13 de marzo de 2020, cuando el equipo de voluntarios (médicos y enfermeras) se sentó en las instalaciones del Servicio de Emergencias del 112 para responder al teléfono. El país estaba encerrado en casa, y la distopía tenía nombre y edad y casuística con cada llamada que recibían en turnos de ocho de la mañana hasta las diez de la noche: «Ir allí era lo menos que podíamos hacer sabiendo lo que estaban haciendo compañeros nuestros en el hospital. No ha sido nada meritorio», dice Casanova, que a pesar del bagaje como cirujano, como catedrático y profesor de la Facultad de Medicina, a sus 71 años aún le faltaba por enfrentar una duda. «Cuando entré en el 112, la primera sensación fue la de preguntarme si iba a poder ser útil en esa situación, porque yo sé dónde soy útil como cirujano, pero ahí no lo tenía claro, y menos en una situación sanitaria en la que no sabíamos por dónde venían los tiros». La duda le duró hasta que se metió «en la trinchera».

Cada mañana llegaba con su mujer (también médico y voluntaria), se sentaba en la sala, se ponía los auriculares, y cuando daba al botón verde de responder, el que fuera el primer cirujano español en presidir la Sección de Cirugía de la Unión Europea, se convertía en una voz: «Teléfono coronavirus, ¿dígame?», decía, luego se presentaba como médico del Servicio Cántabro de Salud, sin dar su nombre, y empezaba a preguntar: «Nuestra labor consistía en tranquilizar a la gente y sobre todo discriminar las llamadas que tenían un contexto de enfermedad grave». ¿Ycómo lo hacía? «Escuchando».

La ayuda invisible

En el quirófano, suena un pitido cada vez que Casanova toca con el electrodo un fideo blanquecino que está oculto entre los tejidos del cuello. Es el nervio recurrente, y le obsesiona mantenerlo localizado porque es el que activa las cuerdas vocales y permiten el habla: «Si lo corto o lo daño puede perder la voz», dice. La voz, hacerse escuchar, que le escuchen a uno. La voz esos tres meses de voluntario se tradujo en encuentros personales con gente sin cara, pero vidas sin embargo con las que empatizaba durante los diez o quince minutos que duraba cada llamada en la que le pedían ayuda, consuelo, asesoramiento, e incluso gestionar un parte de baja, mientras se adentraba en las casas descritas, ponía temperatura a los síntomas verbales, abrazaba con adverbios a madres preocupadas por las décimas de sus hijos. La voz como ayuda invisible. «Lo que más te llevabas para dentro era la realidad de las personas con las que hablabas, las condiciones en las que vivían muchas familias o las situaciones dramáticas en las que se vieron envueltas». Habla entonces de una mujer, a la que cita cada vez que argumenta a lo largo de la entrevista «las tremendas desigualdades en las que vivimos y la mala suerte de algunos». Tenía 80 años. Lloraba al otro lado del teléfono: «Su marido había muerto por covid hacía diez días y no lo había podido enterrar. Se encontraba mal, le dolía la cabeza, tenía miedo de estar contagiada, pero le angustiaba no poder despedir a su marido, ¿qué puedes hacer en esta situación? Ella misma se daba cuenta de que todo lo que nos pedía era imposible, estaba sola, en cuarentena, ni los hijos podían entrar para estar con ella». Casanova guarda silencio y chasquea contrariado la lengua: «Había situaciones de impacto, y eso sí que te lo llevabas a casa», como los casos de maltrato de varias mujeres que estaban encerradas en casa con sus agresores: «Había unos códigos que nos habían dado, frases que si se decían es que había maltrato. El agresor no las conocía, solo ellas (una forma encriptada de pedir auxilio). Me pasó con dos mujeres y pusimos en marcha la asistencia policial».

«Sé dónde soy útil, pero cuando entré en el 112 me pregunté si sería útil en esa situación: hasta que me metí en la trinchera»

Su trabajo muchas veces consistía en dar tranquilidad cuando la situación no era de enfermedad, «pero cuando detectabas que tenía fiebre, dolor de cabeza, tos, la cosa cambiaba, y aislabas al paciente en la casa o incluso mandábamos una ambulancia. Y aunque entonces no venía en las guías para identificar la enfermedad, siempre preguntábamos por el olfato, porque era algo recurrente que nos llamaba la atención».

A veces huele a quemado en el quirófano. Es un olor repentino y agrio que mancha el aire aséptico de la sala. Casanova cauteriza el tejido vascular con un bisturí eléctrico para cortar pequeñas hemorragias, y a medida que separa la tiroides de la tráquea, el órgano inflamado va adquiriendo la forma de un fresón. «Ya falta poco», dice. Lleva una hora y diez minutos en la misma postura, como una grúa doblada sobre la zona quirúrgica, y el cuello en un perfecto ángulo recto. Cada vez que el bisturí roza el tejido, una voluta de humo se eleva desde la incisión del cuello hasta la altura de su frente y la del doctor Naranjo, tan juntas que casi pueden rozarse, cada uno a un lado de la mesa. La medicina es sensorial, y Casanova introduce los dedos y busca el último camino seguro y efectivo, hasta que lo logra. El oído lo confirma con el último pitido del electrodo. «El nervio está intacto, podemos cerrar», dice. Y saca la tiroides, la posa en la bandeja para mandarla a analizar y empieza a coser con hilos que absorberá el cuerpo. El oído ha sido su aliado en el quirófano como lo fue en el 112: «No podías bajar la guardia, dar como no importante algo que quizá sí lo era. Había que utilizar el sentido común, funcionaba también la sospecha, y filtrar».

Entre ambos cirujanos cosen los tejidos, desde lo profundo hasta el exterior, donde dibujan una cicatriz, que quedará disimulada por el pliegue del propio cuello. Avisan al anestesista. La operación ha terminado y cuando Casanova se quita la bata quirúrgica desechable, deja a la vista unas manchas de sudor en la espalda de su uniforme. En el quirófano, sin embargo, sigue haciendo frío.

«Ha ido todo bien», le dice a la paciente tocándole el hombro, y cuando la mujer reacciona a su gesto, se despide del equipo de quirófano y se va. «Me hice médico para estar con enfermos, no para otra cosa. En el 112 pusimos lo mejor que teníamos, nuestro tiempo y nuestro conocimiento, y la gente agradecía que alguien les escuchara». Camina hacia el vestuario con la agenda de cuero otra vez en la mano: «Hubiésemos seguido lo que hiciera falta, la profesión la llevas por dentro si has entendido qué es», y cita las campañas quirúrgicas que hacía en Kenia donde viajaba para operar en dos semanas a casi un centenar de pacientes. «Lee la carta», dice mientras se aleja para hablar con la familia de su paciente. Son tres hojas dobladas que caben en el bolsillo del uniforme. En ella se despide del personal de Valdecilla advirtiéndoles de lo que él llama «síndrome de la transparencia», esa especie de capa de invisibilidad que cubre a los médicos jubilados. En la sala de espera, el doctor Casanova informa a un hombre de que la operación ha ido muy bien; el hombre escucha su voz. Y en ese instante, lo invisible se transforma en luz.

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