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Manolo Bustamante conocía a todo el mundo y todo el mundo conocía a Manolo. Los modales corteses y la sonrisa perenne que le acompañaron durante una larga vida dedicada a la fotografía periodística le abrían todas las puertas. Así que para nosotros, para tantas generaciones ... de jóvenes periodistas iniciados en El Diario, Manolo era un seguro de vida, un cheque al portador para salir airosos de los trances más peliagudos con su magisterio de audacia, simpatía, buenas maneras, experiencia y olfato profesional.
Bustamante nos metió muchas veces donde no se podía entrar, con él investigamos nuestro primer suceso y vimos el primer cadáver, asistimos asustados a nuestra primera reyerta en un barrio o a la trifulca en un ayuntamiento mientras él, impertérrito, disparaba en ráfaga a todo lo que se movía; accedimos por sus buenos oficios al legendario deportista inaccesible y al artista o al líder político de moda, y nos facilitó la fuente clave de la historia más enrevesada porque resulta que se trataba de un amigo suyo, o sea, uno de los miles de santanderinos y cántabros que tanto le apreciaban.
También pasamos algo de miedo con Manolo, todo hay que decirlo, cuando nos llevaba a 140 por hora hasta el lugar de la noticia, una mano en el volante y otra cargando el rollo en la cámara, mientras cambiaba de marchas, fumaba un cigarrillo tras otro, saludaba a los conductores conocidos que venían de frente y nos contaba una de sus muchas historias divertidas.
Manolo Bustamante era un apasionado de su profesión. De la mañana hasta la madrugada, desde la juventud hasta el final. Detrás de su sonrisa amable había también determinación y coraje para mantener el tipo y la dignidad profesional. La foto era lo primero. Aquella tarde maldita del 19 de febrero de 1992, Manolo, ya muy veterano, venía de cubrir una información cualquiera en el centro de la ciudad cuando se topó en el cruce de La Albericia con el atentado de ETA que se cobró tres vidas. Dejó el coche empantanado y entre el horror y la histeria, las sirenas, el humo y la sangre, hizo docenas de fotos impresionantes, desgarradoras, que hoy pueden verse en las hemerotecas. Mucho después, revelado y entregado el material, aquel enorme fotógrafo, aquel hombre bueno, se sentó en un rincón de la redacción y rompió a llorar en silencio. Nunca le admiré más que aquella tarde. De esta hora tan triste nos rescatan tantos recuerdos felices y el orgullo de haber sido sus compañeros y amigos. Adiós, viejo maestro
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