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Su pulso era la urgencia. Y el último instante, su encuadre. No es cuestión de elogios encendidos ni de adjetivos regalados. Decir que era un fotógrafo de raza es faltar al respeto a la historia. Lo suyo era un permanente retrato. En Manuel Bustamante –durante más de un cuarto de siglo informar se llamó Manolo–, la realidad perseguía al fotógrafo; la actualidad iluminaba su cámara y la noticia habitaba en su objetivo. Es la única persona que he conocido que poseía el don de la ubicuidad. Manolo era una gabardina en invierno, una cazadora en verano y un hombre-cámara todo el año, desnudo de poses, despojado de imposturas, exento de esa artificialidad que impregna a buena parte de eso que hoy llamamos ser profesional.
MB fue, es, una marca, una manera de ver y entender el mundo, y nosotros con él. En el presente, en gran medida, el periodismo es frío, afectado, endogámico y está más preocupado por mirarse al ombligo que por desarrollar su músculo, ese apéndice natural que el fotógrafo Bustamante dejaba asomar en cada gesto, en cada presencia. Hubo un tiempo en que en Santander las cosas pasaban, sí, pero no sucedían si este señor de las imágenes no fijaba esos fragmentos de historia que llamamos realidad.
Manolo perteneció (y se apropió) a esa época en la que la fotografía 'revelaba' (las palabras nunca engañan, si acaso se dejan engañar) la realidad. Alfred Eisenstaedt aseguraba que «es más importante hacer click con la gente que con la cámara». Paradójicamente, nuestro fotógrafo, el de todos, no sólo era imagen. Contador de historias, a Manuel Bustamante le gustaba aderezar cada captura con mentiras que resultaban ser verdad, medias verdades que, ¡ríete de los fake!, y leyendas urbanas tan intensas que al llegar a la redacción uno no sabía cuáles eran las fronteras entre periodismo y literatura. Tanto coquetearon –realidad y fotógrafo– que la anticipación llegó a ser empatía fatalista.
Unos metros, ese mismo trayecto que divide la urgencia, el instante y la actualidad, separaron la barbarie de la vida cuando sobrevivió al atentado de La Albericia. Aturdido por el impacto, sonámbulo de la pesadilla, fantasma fugado del horror, fundió conciencia, testimonio y relato y dejó que la cámara se posara como un hálito de compromiso sobre la niebla.
Manolo te agarraba a menudo del brazo como él se aferraba al hombro la cámara para no perderse. Ambos, asideros frente a la fragilidad. Nos quedan sus imágenes, muchas, certeras, imprescindibles, posibles, cazadoras, finalistas. Esa prueba de vida de que aún es posible el combate contra el tiempo, ese falso puto amo al que oponemos nuestra diaria crónica colectiva.
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