Elena Tejero Rodríguez: «Estaban tan malos que a veces apenas comían, era duro ver las bandejas llenas»
DESDE DENTRO ·
Se incorporó a la residencia de Meruelo cuando fue centro covidSecciones
Servicios
Destacamos
DESDE DENTRO ·
Se incorporó a la residencia de Meruelo cuando fue centro covidHay un truco para pelar los ajos y que la piel que cubre cada diente se despegue sin esfuerzo. «Déjalos unas horas a remojo en agua y listo», dice Elena Tejero (Laredo, 1965) con los dedos metidos en un túper de plástico donde flotan ... como nenúfares dos cabezas enteras. «Si solo tienes que pelar un par de dientes, quizá no te merece la pena, pero aquí...». Y mira las tres cazuelas enormes que tiene al lado borboteando sobre el gas azul de los fogones.
Son las diez de la mañana, y en la cocina de la residencia de Meruelo hay una mezcla de olores que atraviesa la mascarilla. Ni las puertas abierta a la calle para ventilar esta estancia que ocupa el sótano del edificio lo disimula; esa puerta que da a la calle al otro lado de un pasillo por donde Elena recibe los pedidos de la fruta, la verdura, la carne, los congelados, pedidos que hace el día 20 de cada mes en previsión a un menú pautado. «Igual que en una casa», solo que en esa casa viven 50 personas dependientes. Diez barras de pan se hornean en ese instante. «Les gusta lo que preparo, esa es mi satisfacción», dice sin dejar de pelar los dientes de ajo que se desprenden de su cáscara con una facilidad resbaladiza. Si les gusta la comida, se lo hacen saber, pero no siempre fue así: no siempre pudo ver a los residentes cómo hará esa mañana en la que, antes del mediodía, el primer turno ya estará sentado con las servilletas dispuestas para tomar la comida de Elena. «Vine aquí a trabajar sabiendo que era un centro covid», dice, y lo hizo protegida por la mascarilla, unos guantes, y por el aislamiento que aún le pesa cuando recuerda aquellos meses.
El CAD de San Miguel de Meruelo era una residencia nueva, (se inauguró en julio de 2019), pero cuando empezó el confinamiento se transformó para acoger los casos positivos que se registraban en todas las residencias de Cantabria. Por aquel entonces, Elena acababa de dejar su trabajo de cocinera en un restaurante y enviaba su currículum a empresas de dependencia para trabajar en algún centro como auxiliar sociosanitaria, título que se había sacado un par de años atrás. «Me habían dicho que necesitaban personal por la pandemia». Sin embargo, cuando le llamaron, fue para ofrecerle la cocina porque la persona que ocupaba ese puesto se había ido: «No me considero una heroína por haber venido a trabajar a un centro covid, para nada, ¿qué habría hecho toda la gente que trabajaba en los hospitales? No tiene nada de heroico, pero respeto mucho a la gente que ha tenido miedo. Es lícito el miedo con todo lo que hemos pasado», dice mientras lamina los ajos pelados, que caen formando una isla blanquecina en la bandeja.
¿normalidad?
¿Pasó miedo? Pronunciar esa palabra tiene un efecto extraño mientras huele a comida guisándose, como si el olor de las judías cociéndose, o el guiso de lengua de ternera burbujeando, no encajaran con la incertidumbre y el dolor que despierta el término. Ella dice que trabajando, no: «Pasaba más miedo cuando iba al supermercado»; también nombra el temor de coger algo por pasárselo a su hija, que entonces vivía con ella y que saludaba desde el pasillo al llegar a casa sin acercarse nunca. Entonces detiene el cuchillo y levanta la cabeza: «Lo peor fue el aislamiento. Yo no veo a los residentes y no puedo ni subir a planta. Pasaba aquí metida once horas seguidas los días que me tocaba trabajar, porque me turnaba con Héctor, el otro compañero que tuvo el arrojo de venir a un centro covid». Entonces entraba a las siete y media de la mañana, pero eso ha cambiado. Y no solo el horario (ahora está ocho horas en turno partido para hacer la comida y la cena), sino el protocolo: «Funcionábamos como los hospitales, con bandejas individuales para subir a cada habitación, pero ahora preparo comida para todos y se lleva en un carro a los dos comedores donde se sirve». Desde entonces, dice, tiene mucha manía a las bandejas: «Hace unos meses hubo un brote pequeñito y volvieron las bandejas, pero no las quiero ver ni en pintura. Es una metáfora de la soledad que hubo aquí, del aislamiento que sufrimos, sobre todo ellos», dice, y señala con la vista unas estanterías donde ahora se ven decenas de platos y vasos, jarras de agua. «Todo ese espacio lo ocupaban las bandejas», y su frase suena como si hablara de una planta invasora, una plaga.
Desde dentro
«Si me queda un recuerdo de aquella época es el aislamiento, cuando venía por la autovía sola me hacía sentir que el mundo se estaba acabando. Y luego aquí, claro», y señala la cocina alargada, sin ventanas y nueva, reluciente aún todo el metal de su extractor, el pasillo donde está la nevera y el congelador, que tiene el tamaño de una habitación, pero a 20 grados bajo cero. «Fueron muchas horas sola sin ver a nadie, solo encontrándome con las compañeras en los vestuarios o cuando bajaban a buscar la comida», dice sin dejar de vigilar los ajos que ahora nadan en aceite caliente. Lo que no dice cuando habla de ese aislamiento es que en el sótano donde se pasó trabajando el confinamiento no hay cobertura de móvil. «Así es», confirma Elena, y levanta la sartén y la mueve con ese toque leve de muñeca que solo tienen los que acumulan kilómetros al frente de un fogón. El aroma de los ajos dorándose amortigua por un momento los recuerdos del covid entre esas paredes alicatadas y blancas. «Alguna vez hubiera deseado ponerme un traje como los de mis compañeras para que mis hijos me hubieran abrazado», dice. La mayor, de 34, en su casa y teletrabajando sin poder acercarse, y el pequeño, de 25 años, en Torrelavega, sin poder verlo. Elena retira la sartén del fuego, echa el pimentón y con la mezcla que resulta riega las judías, que humean sobre una fuente enorme de metal.
en primera línea
Su manera de cuidar a los pacientes ingresados era a través de la comida que les ponía en la bandeja: «Yo no he podido hacer mucho más», dice usando un tono casi de disculpa por no haber hecho más por para atajar el aislamiento, la desorientación, dice, de los hombres y mujeres que luchaban contra el covid sobre su cabeza, en las plantas superiores, mientras ella cocinaba. ¿Cómo era alimentar a personas contagiadas por covid? «Yo sabía cómo estaban por la comida que me pedían, dietas normales había muy poca gente que comiera. Aquí abajo yo no podía tener contacto con ellos, pero sabía cómo estaban cuando pedían un 'túrmix' (puré) y la comida regresaba sin tocar. Cuando veía las bandejas llenas...». Pero Elena se calla, chista la lengua y termina la frase con un suspiro profundo, rabioso, como si quisiera disipar una leve presión en la garganta: «Cuando ves esas bandejas llenas te das cuenta de que esto es algo real, de que no lo vemos, pero el virus está ahí, y que la gente que venía y que por edad ya parten de unas circunstancias difíciles, estaba realmente mal».
Desde dentro
¿Pensó en dejarles una nota en la bandeja, un mensaje para decirles que estaba aquí abajo con ellos? «Es curioso que me preguntes eso porque efectivamente lo pensé y lo quise hacer». Y sonríe cuando cuenta una historia de cuando tenía «veintitantos años» y trabajaba en un restaurante de Laredo y puso una tarjeta plastificada debajo de un plato «para decirle algo a alguien». Pero la sonrisa se transforma cuando coloca esa idea emocional en el contexto de la pandemia: «Aquí se ha trabajado con mucha seguridad, pero también con mucha firmeza, quizá por eso me sentía tan cuidada y protegida por cómo lo llevó la empresa. Estaba todo muy pautado» y hace un gesto con las manos paralelas que denota límites, orden.
«Estoy muy contenta con el grupo de trabajo que hubo esos meses. Incluso siendo la que estaba más aislada, se generó un compañerismo que ahora se ha difuminado». Y dice ahora evitando la palabra normalidad: «¿Normalidad? Me molesta bastante cómo se maneja el covid a nivel político, porque decisiones que se toman como el tema de las mascarillas no tienen que ser decisiones políticas sino sanitarias. Aunque no he tratado directamente con los pacientes positivos, el ambiente que se generó en el centro, ver a mis compañeras entrando en los vestuarios sudadas a más no poder debajo de los trajes, de los buzos, y que todo eso, como ha pasado lo más gordo, no se tome en cuenta y la gente no sea consciente de que a lo mejor nos puede volver a pasar... ¿No hemos aprendido nada, de verdad no hemos aprendido?».
En ese momento se escuchan pasos y voces desde fuera de la cocina. Un hombre llama a Elena y le pregunta algo que el extractor diluye; ella se gira sonriendo, como si la pregunta fuera cada día la misma, y le dice que ahora mismo va, que se siente. En el carro está la bandeja con las judías, el pan cortado, y en el horno, la merluza haciéndose para el segundo plato. «Hoy voy con prisa», dice como si no estuviera acostumbrada a hablar mientras cocina, a ver caras, rondando tantas mujeres al fin a su alrededor.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.