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«Si fuera por mí, no te contaría esta historia». La mujer que habla está a punto de abrir el «cajón de la mierda» que tiene en el cerebro, en la tripa; en cualquier órgano de su cuerpo hay restos de un matrimonio de más ... de 30 años de violencia machista. «Entonces pensaba que la vida que me había tocado era así, que el príncipe azul con el que me casé pegaba a mis hijas y me torturaba con ello. Me acostumbré a esa realidad porque no sabía lo que era». Pero ahora lo sabe, y por eso ha decidido abrir el cajón ante una grabadora: «Si lo hago es porque lo he pasado muy mal y quiero que las mujeres que lo están sufriendo lo identifiquen y pidan ayuda antes de llegar a este extremo, porque lo mío ha sido muy largo».
Todo empezó al poco tiempo de casarse, cuando llegó su primera hija y algo empezó a cambiar. «Era pequeña, pero no le pasaba ni una y le pegaba con la correa. Al principio me encaraba con él, pero luego, no sé si por miedo o porque normalizas la situación y no ves adónde está llegando, terminas aceptándolo», dice con un tono más cercano a la lógica que a la autocompasión. «A la niña siempre le pedía: 'No enfades a tu padre, vete a la habitación que viene tu padre', intentaba evitar así a toda costa cualquier roce». Pero cuando nació su segunda hija, fue a más, «como si tuviera celos y la atención se la tuviera que llevar él». Se volvió «más posesivo, me alejó de mis amistades, terminé aislada», tanto que fue incapaz de confesarle a nadie, «ni a mi familia, ni a mi propia madre, que mi marido les pegaba palizas».
Entonces empezaron episodios de depresión. Esos días, recuerda, «me cebaba con chucherías y bollos que me encantaban para que engordara, y luego me decía que así sólo él sería capaz de quererme: así, gorda». Vivía sumida en la estrategia de evitar el conflicto como única manera de proteger a sus hijos, lo que la convertía en un ser atemorizado las 24 horas: «Cuando él llegaba a casa y subía las escaleras, según cómo pisaba con los zapatos, ya sabía si venía enfadado; entonces empezaba a temblar de miedo y les decía que se fueran a las habitaciones y tener la fiesta en paz». Para ese momento ya había nacido su tercer hijo. ¿Por qué no tomó acciones legales? «Porque en esos momentos tienes normalizada esa vida, y no entiendes lo que pasa y por qué te toca vivirlo así, pero nunca piensas en términos de violencia machista, sino en que, una vez que te has casado, te toca aguantar». Porque la violencia machista era entonces metáfora de un ojo morado, y su vida no encajaba en ese término: «A mí no llegó a pegarme, pero no le hacía falta. Me manipulaba y me manejaba psicológicamente a través de los hijos. Si quería sacar algo de mí, venía de mal humor, les daba caña hasta que respondían y era cuando les pegaba. No tenía límite». Entonces habla del asco hacia su propio cuerpo cuando tenía sexo con él para que no se acercara a los hijos, habla de los móviles o los mandos a distancia estrellándose en las paredes cuando se enfadaba, y define el paisaje sonoro del hogar donde todo explotaba.
Recuerda su presencia física como un «pecho en punta, hinchado», como un globo con demasiado aire dentro, esa tensión: «Cuando venía de mala leche y se me acercaba pinado, mi hija me defendía y le gritaba 'a mi madre ni la toques'. A mí nunca me dio un puñetazo, las palizas se las llevaba ella, y llegaba a casa con la mala fe de buscar el rifirrafe y poderles atizar».
Así pasaron los años, metida en la cotidianidad de una vida que tiene el olor de lo propio, y por tanto, indetectable para uno mismo. Hasta que llegó «el detonante». Así define el momento que descubrió a su hija echa un ovillo en el suelo y a su padre cosiéndole el cuerpo a patadas y puñetazos. Y entonces lo detectó: «Ahí me metí, reaccioné; después hablé con la abogada y empecé a tramitar el divorcio». Pero lo que empezó fue el siguiente infierno: «Se enteró porque nos controlaba el teléfono y cuando llegué a casa estaba hecho un basilisco. Hicimos un documento para llegar a un acuerdo por la custodia del pequeño (para ese entonces, el único menor de edad), pero cuando llegamos al juzgado, se negó a firmar: me dijo que me iba a hacer la vida imposible y que no iba a parar hasta verme arruinada».
Fue ahí cuando su abogada le recomendó que pusiera la denuncia por violencia de género. «Sentía que estaba haciendo algo malo no, malísimo, por estar hablando del padre de mis hijos a la Guardia Civil. Me sentía muy culpable por ello y solo podía llorar, mientras mi hija me recordaba cosas que había 'olvidado' como mecanismo de defensa». Pasó el trago, pero no sirvió de nada: «La denuncia no prosperó porque el juez consideró que intentaba beneficiarme en la demanda de divorcio, y se archivó».
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A la culpa que sentía tuvo que añadir la indefensión, pero hoy su caso sirve de ejemplo en la Asociación Consuelo Berges: «No solo un golpe es violencia, y es muy importante pedir ayuda a profesionales que tengan una formación especializada, porque no conocer bien los derechos de una mujer que sufre violencia lleva a una acumulación de errores, que en el caso de esta mujer, uno de los más complejos que hemos tenido, llevaron a que no prosperase la denuncia».
Lo que sí sucedió tras ponerla fue la reacción de Servicios Sociales, al haber una denuncia de malos tratos y un menor de por medio: «Me llamaron, se entrevistaron conmigo y me pusieron un Atempro (teléfono de protección). Tenía muchísimo miedo, nos seguía con el coche y amenazaba con chocarnos». Entonces una amiga le habló de la asociación: «La primera vez que entré en su web vi las palabras maltrato y violencia de género, y me era tan lejano que lo descarté. Seguí sola con el proceso de divorcio, aguantando perrerías por la custodia, hasta que no pude más y llamé para pedir ayuda». Y de eso han pasado dos años.
Este verano le han dado el alta, y las mujeres que ha conocido llenan su agenda y sus grupos de WhatsApp. No son compañeras de terapia, son amigas, y ponerle nombre a lo que vivió, comprenderlo, le permite hoy sentarse en el coche sin poner a toda prisa el cerrojo, salir sola a la calle, contar su historia ante una grabadora o ante una mujer que puede estar pasando por lo mismo mientras lee esta página.
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