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La nueva rutina de los cántabros

La nueva rutina de los cántabros

Con el fin del estado de alarma, la convivencia estará regida por la mascarilla y la separación obligatoria de 1,5 metros

Álvaro Machín

Santander

Lunes, 15 de junio 2020, 07:01

Usa un ejemplo muy práctico para explicar cómo vamos a sentirnos en una rutina de mascarillas obligatorias y distancias mínimas sin fecha de caducidad prevista. El contador de revoluciones de un coche. En el día a día –en el de antes– salíamos de casa con un nivel cero de alerta o de nervios. Al ralentí. Así que, ante lo imprevisto –alguien que te pita en el coche o que te lleva la contraria–, había margen para reaccionar. Subida de revoluciones tolerable. «Pero ahora, de base, ya estamos a 3.000 o 3.500 revoluciones», explica el psicólogo Baltasar Rodero. «Vamos a vivir en un estado de alerta». Atentos a todo. O sea, que acabará la alarma, pero empezará esa alerta permanente. La propia, la individual. En eso que han bautizado como «nueva normalidad», un término que no encaja demasiado si hablamos de rutina. Los expertos coinciden en que, en general, los «cambios serán pocos y superficiales» –la frase es del sociólogo Juan Carloz Zubieta–. Los hábitos, con la idea del metro y medio de distancia como norma suprema, serán básicamente los mismos. Con matices, pero trabajar, comer, alternar, descansar... Aunque antes de entrar en la fábrica me tomen la temperatura o tenga que llevar mascarilla en el coche si voy con alguien que no vive en casa. Variaciones en las formas, pero no en el fondo. «Las cosas no cambiarán demasiado, los cambios serán en las personas. Vamos a tener más desconfianza unos de otros. Del vecino, del compañero de trabajo o del que venga de otra comunidad». Ese es el gran cambio –y el gran riesgo– de la «nueva normalidad» para el psiquiatra Jesús Artal.

«Si se vuelve a la normalidad en pocos meses, los ciudadanos nos volveremos a comportar como lo hacíamos a comienzos de marzo»

juan carlos zubieta | sociólogo

Cuando Cantabria abandone la vida de fases y ponga fin al estado de alarma, la convivencia se regirá por dos grandes normas. Mascarilla obligatoria –con salvedades concretas y bajo amenaza de sanción de cien euros– y distancia de 1,5 metros entre personas. En el trabajo muchos se organizarán por turnos o seguirán desde casa, se ventilará más y a las mesas o las sillas se sumarán en el paisaje los dispensadores de gel hidroalcohólico. Serán cotidianos. Como las pegatinas en el suelo de los bares o en las barras para marcar separaciones. Como los letreros que recordarán que hay que repartir el espacio en las playas o la norma de poner el carro del revés al llegar a la caja que ya imponen, por ejemplo, en Mercadona. Se rastrearán los movimientos de los contagiados y será obligatorio quedarse en casa al mínimo síntoma (y comunicar a las autoridades cualquier caso). Ya no habrá franjas, aforos máximos (los que marque que se pueda estar a la distancia permitida) ni restricciones de movilidad.

¿Y los comportamientos? ¿Variarán? «Los cambios de comportamientos, de costumbres, suelen ser lentos y se producen después de cierto tiempo. Si se vuelve a la 'normalidad' en pocos meses, todos los ciudadanos nos volveremos a comportar como lo hacíamos a comienzos de marzo», desarrolla Zubieta, del Taller de Sociología de la Universidad de Cantabria. «Para bien y para mal –prosigue– nuestra memoria es frágil». Eso es bueno para superar los traumas y malo porque ayuda a «tropezar con la misma piedra». «Por otra parte, la naturaleza humana es la que es: nuestras necesidades, nuestras ambiciones, egoísmos y torpezas siguen ahí. Pensar que se va a producir un cambio valorativo, que vamos a ser más solidarios, es, desgraciadamente, una utopía». A su juicio, los cambios serán únicamente los provocados por «la obligación». Como pasó en su momento con los que dejaron de fumar: leyes y años de campañas.

La mochila del caso concreto

A partir de ahí se trata de ver matices en el día a día. Baltasar Rodero pone ejemplos concretos para explicar sus reflexiones. «Todos los cambios, incluso los positivos, suponen estrés. Pensemos en tener un hijo o en que te toque la lotería». Es decir, que las obligaciones añadidas ahora para hacer las mismas cosas que hacíamos antes tienen consecuencias. «Requiere una fase de adaptación y estamos en ello. Eso supone cierto desgaste, cierto esfuerzo». Un plus. Ahí el psicólogo enlaza con su teoría de «vivir en una especie de estado de alerta permanente» (que puede tener la vertiente positiva de no bajar la guardia). Estaremos condicionados por lo de siempre, pero con el añadido de estar también atentos «a que el niño no toque nada, a que no se acerque demasiado o a que tu padre, que es mayor, no vaya a tal sitio». Eso, casi imperceptible en el día a día –estar pendiente del hueco libre, de la cercanía del que se sienta a tu lado en el autobús, de lavarse las manos, de no tocarse la cara...– supondrá una rutina de personas «más sensibles, más vulnerables». Un peaje. «Es como si te ponen una mochila con un kilo de peso a la espalda. El problema no es el kilo, es el tiempo que debes llevarlo». Y más «si el que está cerca en la terraza se pone a toser» o si «en el seguimiento de un positivo te llegan mensajes de que coincidiste con esa persona en un hotel o en el supermercado». Situaciones cotidianas en esta etapa.

«Intentaremos hacer vida normal con mascarilla y a distancia. Los cambios serán más en las personas, habrá más desconfianza de unos hacia otros»

jesús artal | psiquiatra

Hay, además, un factor añadido. Nadie sabe hasta cuándo va a durar esto. «Todo sería más fácil de llevar con una fecha límite. Al ser humano, además de las injusticias, le pesan, sobre todo, las incertidumbres». No hay final concreto en el horizonte y, a más tiempo, más vulnerables todos (ojo a la crispación y a las fricciones en casa, en la calle o en el trabajo en el día a día).

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Influirá hasta el cómo se afronta este ciclo. Como en todo, hay optimistas y pesimistas, y en esto del coronavirus, también. Los primeros pensarán que, «pese a ser una prueba complicada con consecuencias sociales» se superará «como se han superado otras catástrofes». Jesús Artal, jefe de Psiquiatría de Valdecilla –es el que lo explica– se apunta a este grupo. Pero sabe que hay también pesimistas –«o mejor informados»– que hablan de «rebrotes» o, incluso, los influidos por «teorías de conspiración (sólo hay que leer lo que ha dicho estos días Miguel Bosé, por ejemplo)». Eso también contará en una rutina que llega cargada de «datos». «Muchos, pero para que se conviertan en información deben estar ordenados y no pasa siempre». «Por eso –y es una conclusión respecto a las sensaciones que nos vienen ahora– estamos inseguros».

«Estaremos más sensibles y más vulnerables. Es el peaje por tener el sensor de la alerta, de estar pendientes de todo, puesto de manera permanente»

baltasar rodero | psicólogo

La idea central del discurso de Artal es que los cambios se centran en las personas y en la desconfianza entre unos y otros. Se palpan al escuchar estos días los miedos a que vengan «los vascos» o «los de Madrid». O al mirar al que entra en un bar por si se pone más cerca o más lejos (el que dice bar dice playa, autobús, oficina...). Más situaciones cotidianas con consecuencias concretas. «Y parece –añade– que ahora las personas necesitamos que nos digan lo que tenemos que hacer. Me da cierta pena porque, con tanta norma, parece que olvidamos la responsabilidad de cada uno». Exigir que nos den normas o que nos controlen cuando bastaría con ser responsables le lleva a repetir un concepto de «mediocridad» que le «inquieta» en esta etapa.

Habla, en resumen, de un «miedo» que puede instalarse en la rutina con influencias «en mí mismo como persona, en el entorno de los que me rodean, en los pacientes que atiendo o en los de otros compañeros». Y acaba con otro ejemplo concreto: cómo afecta el cambio de hábitos obligado a un trasplantado con unas pautas de rutina concreta impuestas por su médico que ahora deben cambiar.

«Hablar de rutina y de nueva normalidad es antagónico»

El debate empieza por la propia definición de lo que nos toca ahora. En ese gusto político por poner nombres rebuscados (y pomposos) a las cosas, Sánchez acuñó lo de la «nueva normalidad». Para Rodero ese concepto es antagónico con el de rutina. Agua y aceite. Artal va más lejos. «Yo planteo –jugando con el lenguaje político– una enmienda a la totalidad a eso de la nueva normalidad», dice el responsable de Psiquiatría en Valdecilla. «Si hubieras hablado con alguien en la Europa de 1940, cuando empezaba la guerra, no te hubiera dicho que en 1945 esperaba vivir una nueva normalidad».

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