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«Yo creo que los científicos no pueden andar de broma. ¿Que hay riesgo en la vacuna? En cualquier cosa hay un riesgo, en todo lo que hagamos lo hay, pero yo no tengo miedo, confío en la vacuna». Con este buen ánimo aguarda ... María Dolores Luzuriaga, usuaria del Centro de Atención a la Dependencia (CAD) de Cueto, a que la inmunicen contra el coronavirus. Ella será, este domingo, la primera persona que reciba la vacuna en Cantabria.«Creo que vacunarse es la única solución, así que cuando me preguntaron si quería dije que sí, pero no pensé que sería la primera. Lo agradezco mucho, porque sé que es un honor», explica.
Tiene 72 años, y en marzo hará dos que vive en este centro. Alavesa de origen, Luzuriaga trabajó durante más de tres décadas como terapeuta ocupacional en Valdecilla; ahora que, enferma de párkinson, le toca estar en el otro lado, agradece cómo la atienden y la cuidan. «Aquí no ha habido muchos problemas. Durante el primer confinamiento prácticamente no hubo casos, y en el segundo ha habido algunos, pero se trasladaron a Suances -al centro covid- sobre todo. Lo han llevado bien, han puesto todas las medidas y no he visto casos graves. La verdad es que todo ha ido mejor de lo que pensaba».
Asegura que ella ya estaba decidida antes de que se lo propusieran. «Estoy conforme porque pensaba vacunarme, aunque no imaginaba que sería la primera: esto de ser medio famosa es lo que menos me gusta. No sé si cuando llegue el momento tendré algo de nervios, pero ahora estoy tranquila».
En total, este domingo se administrarán 35 vacunas en el centro, casi todas a residentes, aunque también figura algún trabajador en la lista. Manuela Gómez y Carmina Cortés, de 93 y 96 años, respectivamente, aguardan con cierta expectación el momento. La primera confiesa que se siente «un poco nerviosa» porque se trata de una vacuna «un poco especial», pero lo tiene claro, como la inmensa mayoría de sus compañeros de residencia. «Mi opinión es que se la pondrán todos o casi todos: solamente una señora me ha dicho que no, y es porque ha tenido problemas con otras vacunas».
Carmina Cortés tampoco ha dudado, y aún con más motivo: se contagió de covid en la segunda ola, asintomática, y fue trasladada a Suances a pasar el confinamiento. «Allí no podíamos salir, y estaba todo el día en la habitación, con otra señora, sin tener ganas de nada. A mí se me quitó el apetito, no comía: un yogur para comer y otro para cenar, y tampoco tenía gusto».
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«La estancia se me hizo muy larga», recuerda, así que cuando le ofrecieron vacunarse no se lo pensó dos veces. «No quiero pasar otra vez por esa experiencia. A mí la vacuna no me da miedo: lo que Dios quiera será».
Para que estas mujeres se hayan sentido a gusto en unos tiempos tan difíciles, otras han tenido que trabajar duro. Como Marta Fernández, trabajadora social, que confía en que la vacuna devuelva un poco de normalidad a las vidas de todos. «¡Este año da como para escribir una novela!», exclama.
Ahora, además de todo lo que tiene que hacer, se encarga de preguntar a los residentes, o a sus familias, en el caso de quienes no pueden decidir por sí mismos, si quieren vacunarse. «Creemos que tienen que estar decididos y elegir libremente, aunque si nos preguntan decimos que probablemente consigamos más calidad de vida».
Habla de la existencia más rutinaria a que les obliga la pandemia, sin actividades y sin posibilidad de reunión de grandes grupos, unas circunstancias a las que se ha combatido con más entrega. «La gente se puso las pilas desde el primer día, los trabajadores han sido mucho más sensibles a las necesidades de la gente. He visto mucho cariño, mucha vocación de servicio».
Habla también de la responsabilidad de la plantilla -«ha llevado una existencia monacal»-, y de lo útil que será también la vacuna para ellos. «Lo veo como una oportunidad: creo que somos afortunados por ser de los primeros, pero está justificado porque estamos en contacto con los residentes, y si me protejo yo también protejo a la gente con la que trabajo».
Es lo que piensa también Aroa Jiménez, auxiliar de enfermería, y en su caso por doble motivo. «Vivo con personas mayores, mis abuelos, que tienen 87 y 83. Antes de que se la den a ellos prefiero dármela yo, por ver los efectos secundarios que podría tener».
Hay que hacerse a la idea de que el CAD de Cueto es como una pequeña ciudad, en la que conviven más de doscientos pacientes con medio millar de trabajadores que han tenido a aprender a hacerlo todo de otra manera. Han sido meses con pautas nuevas cada semana, nervios cada vez que se hace un barrido en el centro -el último, este sábado-, y muchas precauciones en unas tareas que no admiten teletrabajo. Ahora, todos confían en que las cosas empiecen a cambiar. Ella, al menos, está convencida de que la vacuna «va a ser un punto y aparte». «Después de este año es como ver la luz al final del túnel».
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Javier Gangoiti
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