Seis horas en la estación de autobuses de Santander
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Incertidumbre, colas, nervios y pocos retrasos en los andenes de Santander: «Podría haber sido peor», relataban algunos usuariosAyer la estación de autobuses de Santander estuvo rara, pero olía muy bien. A las 06.45 horas de la mañana el perfume del lugar era el del croissant recién hecho, que se mezclaba con el del café, acompañado de algún bostezo. Un amenazante cartel ... en formato digital y analógico recibía a los primeros usuarios que cruzaban la puerta de entrada. Era una advertencia de que los servicios podrían «sufrir alteraciones». Y más que los servicios, las alteraciones las sufrieron realmente los pasajeros. Con la tranquilidad de no tener que estar pendiente de coger ningún bus, un buen sitio para contemplar lo que durante la mañana iba a acontecer era acomodarse en esos duros asientos a ras de andén. Desde ahí, con la cremallera del abrigo subida hasta el cuello porque el frío compartía protagonismo con los buses, se podría comprobar las mil historias que suceden alrededor. Se oía el runrún de las personas que mantenían conversaciones entre ellas, en las que, de manera tímida y con voz dormida por el madrugón, se intercambiaron dudas como: «¿A qué hora sale el bus?» o «¿Llevas mucho esperando?» Otros, que estaban más callados y sin ganas de hablar con nadie, se dedicaron a contar las manecillas del reloj que llevaban en la muñeca con el deseo de que el minutero fuese a más velocidad. Esos mismos, tras comprobar que un minuto siguen siendo sesenta segundos, levantaron la cabeza para ver cómo la pantalla informativa actualizaba los avisos de llegadas y salidas.
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Las horas fueron pasando y los servicios mínimos fueron cumpliendo sus frecuencias con normalidad, salvo algún retraso en ciertas líneas. En esos momentos, los nervios se trasladaban a la cola. De nuevo, el runrún se convirtió en protagonista en la estación y los pasajeros se preguntaron entre ellos «cuándo llegará el bus». Hasta el típico despistado que siempre llega corriendo a la estación se llevó el susto. «Llegaba justo y he visto que todavía nadie se había subido al bus y me he preocupado», señalaba apurado y con cara de incertidumbre. Ese sentimiento se trasladó a la primera planta. En ella, otra cola. Esta vez compartían suelo aquellas personas que querían informarse de los horarios de los servicios mínimos y otras a los que la huelga les había afectado y estaban esperando una solución. Sin lugar a dudas, pese a todas las preguntas que se escuchaban, había una que era la más repetida, y también la más temida: «¿Mañana hay huelga también?», a lo que la informadora detrás del mostrador respondía con un rotundo «no». «Tranquilidad, que solo es hoy». Unos le dieron las gracias, otros optaron por resoplar aliviados y continuar su camino.
Pasaba la mañana,y el olor del croissant se cambió por el del sandwich de jamón y queso. Mientras, la luz del día le ganó el pulso a la noche y en el exterior, ocurrió más de lo mismo. La gente miraba los papeles informativos con la esperanza de que su bus coincidiese con la hora de su reloj. En el otro lado de la moneda, los conductores vivieron también un día extraño. Con varias horas entre frecuencia no sabían qué hacer por la estación y se dedicaron a dar paseos, tomar café, estar con el móvil o leer este periódico al ritmo del tic-tac.
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