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Si los ojos son el espejo del alma, las miradas de los ciudadanos de Ucrania hablan alto y claro. En ellos pueden leerse con meridiana claridad los sentimientos que les provoca el conflicto que están viviendo desde hace ya más de dos meses. Brillan en sus pupilas el miedo, la pena, el dolor, la rabia y la incertidumbre. Son respuestas naturales, que a nadie extrañan. Pero si hay alguna que llama la atención cuando uno habla con ellos es la sorpresa. Por mucho que la situación venga de lejos –la anexión de Crimea tuvo lugar en marzo de 2014, y un mes más tarde tuvieron lugar las declaraciones de independencia de las autoproclamadas repúblicas de Donetsk y Lugansk– y más allá de los numerosos ejemplos de inestabilidad de los últimos años –con la lucha por el poder entre Víktor Yanukóvich y Víktor Yúshchenko y la conocida como Revolución de la Dignidad en Kiev como paradigmas–, lo cierto es que, sobre el terreno, la gran mayoría de ciudadanos no había siquiera imaginado una invasión militar como la impulsada por Vladimir Putin. Mucho menos la violencia y el drama asociados a un conflicto bélico de semejante envergadura. Pero ha ocurrido.
El de Ucrania se ha convertido en un triste y perfecto ejemplo de cómo todos los logros de una sociedad pueden desintegrarse de la noche a la mañana casi por completo. Tres décadas de independencia y de lento pero constante avance democrático y económico parecen haberse esfumado en cuestión de semanas. Por causas externas, pero eso no le resta un ápice de radicalidad al cambio.
Su respuesta, como bien sabe todo el mundo, nada tiene que ver con la resignación. Hoy en día y pese a las dificultades, el sentimiento de unidad y de patriotismo es tan común como intenso en los ciudadanos. Lo he podido comprobar durante las casi dos semanas que he estado siguiendo el envío de 22 toneladas de ayuda humanitaria cántabra organizado por la asociación Oberig. Lo vi en el óblast de Transcarpatia y en el de Kiev. Desde Svyatoslav, el joven cirujano que ejerció como traductor, su madre Victoria, directora de la gestión sanitaria en la región, y Konstantin Smirnov, responsable de toda la gestión de ayuda humanitaria de la zona, hasta Marian, el joven camionero con el que viajé a Bucha, M. G, segundo al mando de la Administración militar de este distrito y, por supuesto, en los numerosos refugiados con los que he hablado a lo largo de este tiempo. Todos están dispuestos a todo por defender su país.
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Álvaro G. Polavieja
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Con la economía nacional cayendo un 45%, más de seis millones de ciudadanos exiliados y otros ocho desplazados en el propio territorio ucraniano, la situación es de todo menos fácil. La militarización del espacio nacional y los constantes controles en todo tipo de vías, la falta continua de combustible y otros recursos energéticos y, sobre todo, la inseguridad que provoca no saber cuáles serán los siguientes pasos del enemigo, convierte el día a día para los ciudadanos en una prueba constante de resiliencia. En ese contexto, la contundente respuesta de Occidente y el decidido apoyo demostrado al país dirigido por Zelenski es uno de los principales focos de esperanza para un estado que lucha por su propia supervivencia.
También eso lo he comprobado. Las sentidas muestras de agradecimiento han sido constantes. Desde la Administración militar y el propio Ejército hasta, especialmente, los refugiados que, pese al pudor que les provoca su situación, valoran el interés por su compleja realidad, el pueblo ucraniano se ha mostrado conmigo siempre noble, atento y generoso.
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Seguir el convoy de ayuda cántabra hasta la mismísima Bucha, uno de los grandes iconos del conflicto, ha sido un ejercicio complejo y también duro por momentos, pero era una oportunidad periodística única que El Diario Montañés asumió sin dudar desde que se planteó. Han sido, en total, más de 6.000 kilómetros, muchos de ellos realizados en camión, lo que también ha permitido conocer de primera mano la dura e imprescindible labor de los transportistas. Acompañar todo ese material, que incluía desde ropa y comida hasta medicamentos, generadores eléctricos y equipos de emergencia, y corroborar cómo lo recibían quienes más lo necesitaban –los propios refugiados pero también médicos, bomberos y militares– puede contribuir a que la solidaridad cántabra no decaiga. Los mismos gestores de la ayuda en Ucrania, conscientes de la complicada situación económica mundial, no se cansaban de agradecer el apoyo y pedían, desde el respeto por esa realidad global, que Occidente no ceje en un apoyo del que dependen la vida y la esperanza de futuro de millones de personas.
Quizás esa, la capacidad de empatizar con el otro y de responder en su auxilio, es uno de los atributos más esencialmente humanos. Aquello que nos separa de las bestias que, como han demostrado esta guerra y todas las precedentes, podemos llegar a ser. Esa reflexión me lleva a Ortega, que puede ser un buen epitafio para esta aventura: «La naturaleza está siempre ahí. Se sostiene a sí misma. En ella, en la selva, podemos impunemente ser salvajes (...). Pero eso no pasa en el mundo que es civilización, como el nuestro. La civilización no está ahí, no se sostiene a sí misma. Es artificio y requiere un artista o artesano. Si usted quiere aprovecharse de las ventajas de la civilización, pero no se preocupa usted de sostener la civilización…, se ha fastidiado usted. En un dos por tres se queda usted sin civilización. ¡Un descuido, y cuando mira usted en derredor, todo se ha volatilizado!».
Lee aquí todas las entregas de este viaje de la ayuda a Ucrania
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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