Tienen sus hogares o negocios cerca de cauces que se han convertido en motivo de pesadilla cada vez que llueve de forma intensa. Una semana después de las riadas, muestran su indignación ante las consecuencias, lamentan la incertidumbre con la que viven y critican la dejadez de las administraciones
Puri Fernández de Dios vive en la primera casa que se inunda cuando llueve más de la cuenta en Molleda (Val de San Vicente), en el barrio de La Plaza. Lleva aquí toda la vida, 59 años, y el problema viene incluso de antes, pero no se acostumbra. «Estoy cada vez más desanimada porque ves que nadie pone arte de hacer nada», se lamenta. Precisamente el hecho de tener las raíces en esta casa es lo que le amarra a ella, aunque cada vez que se ve en una situación como la reciente, le entren ganas de romper con todo y marcharse.
«Cuando viene esto, pienso que me voy donde sea, pero luego, pasa y digo: 'Cómo me voy a ir si es la casa donde nací y donde tengo todos los recuerdos'», explica. «Yademás, ¿por qué me tengo que ir de una casa que es la mía», se cuestiona molesta.
Las veces que le ha tocado enfrentarse a las inundaciones en su hogar, ni come ni duerme. «No tienes sosiego; ves que sube el agua, que no para y no sabes hasta dónde va a llegar». La vez que más altura alcanzó fue en 2010:«Esa fue muy grande, faltaron dos dedos para llegar arriba, menos de cuatro centímetros». Si hubiera pasado eso, se habría quedado «sin nada». Aunque no se haya vuelto a alcanzar ese nivel, el problema persiste y su casa se ha seguido inundando de manera periódica. En las últimas semanas, le ha entrado el agua dos veces por el desbordamiento del cauce del río Deva y de los dos arroyos que cruzan el pueblo, por lo que ha tenido que refugiarse en casa de su madre.
Por todo ello, considera que se tiene que poner alguna medida, o al menos, intentarlo, porque «nadie ha intentado nunca hacer nada». «¿Qué sabe nadie si lleva solución si no se intenta?», se pregunta, argumentando que «en otros sitios lo hacen y funciona, e incluso otras cosas más difíciles». «¿Por qué en Molleda no hacen nada?Yo pago mis impuestos igual que todo el mundo, y tenemos derecho, como todo el mundo, a que nos ayuden, o lo intenten», insiste.
Lejos de recibir apoyo, le han llegado comentarios malintencionados que solo hacen ponerle peor cuerpo. «Han escrito por las redes sociales que a mi abuela en su día le dieron un dinero para que levantara la casa y se lo gastó en otras cosas, es algo que quiero desmentir porque no ha ocurrido; de lo contrario, que lo demuestren con papeles».
En conclusión, pide que se muestre interés en el problema de inundabilidad de Molleda, que no sólo afecta a su casa, sino a otras muchas del pequeño pueblo. Hace semana y media se inundaron cerca de veinte.
Abelardo Calleja | Vecino de Villanueva de la Peña
«He aprendido a escuchar e interpretar el Saja, porque de mi casa no me pienso ir»
Abelardo Calleja, en la puerta de su casa con los sacos que emplea como barrera.
JAVIER ROSENDO
La casa de Abelardo Callejo en Villanueva de la Peña (Mazcuerras) parece un búnker contra las inundaciones. La edificación es blanca, de dos plantas, porche, jardín. Bien podría tratarse de la típica residencia vacacional en un destino de mar y playa, pero no. Está frente al río Saja, lo que para esta familia se ha convertido en una auténtica pesadilla, ya que la vivienda se ha inundado hasta en tres ocasiones desde 2019.
El miércoles el pueblo experimentaba la resaca del temporal del lunes de la semana pasada, que volvió a provocar la crecida del cauce y a meter el agua en las casas. No fue como la de 2019, cuando los vecinos tuvieron que ser evacuados en lanchas, pero los afectados sintieron otra vez cómo la angustia ascendía por sus gargantas a medida que crecía el caudal del Saja. Abelardo lo cuenta con cierta ligereza, como desposeyendo al relato de importancia. «Será la costumbre», dice resignado. Tras acceder a su vivienda a través de una verja blanca, la primera barrera: una fila de sacos que parecen cojines. «No son cojines, ahora te explico, porque es un invento muy bueno», anuncia mientras coge una especie de tela blanca llamada 'floodsax' «que es capaz de absorber hasta 25 kilos de agua». Abelardo y su familia se ha provisto de unos cuantos. También de palés, piezas de hormigón para elevar los electrodomésticos, dos bombas de achique, sacos, mangueras, katiuskas… Es un ejército contra el agua y él y su mujer los soldados que construyeron el fuerte «a las dos de la mañana del domingo», porque en la guerra no hay horarios. «Nos pasamos 38 horas sin dormir. Cogimos a las niñas –tienen dos–, las llevamos a casa de mis padres y empezamos a levantar los muebles».
Se refiere a la noche del domingo al lunes de la semana pasada, cuando el río no dejaba de crecer y crecer. «Cada cuarto de hora se incrementaba el caudal más de treinta centímetros». Al final no se inundó nada, pero casi. El agua llegó hasta la verja blanca. Abelardo ha aprendido «a escuchar al río, a interpretarlo, a entender cómo se mueve y cuál es su velocidad cuando se enfada». ¿Cómo? «Consulto las estaciones meteorológicas de la zona». Controla las subidas y bajadas del Saja, predice cuándo va a volver a entrar sin llamar por la puerta de su casa y vive, eso sí, pegado a la pantalla del ordenador en cuanto anuncian precipitaciones. Defiende su terreno con uñas, sacos y dientes,«porque de mi casa no me pienso ir».
Javier Revilla | Vecino de Vioño de Piélagos
«Me asomaba a la ventana y veía literalmente el edificio dentro de un mar»
Javier Revilla posa en el salón de su casa, ubicada en el barrio La Ventilla de Vioño.
S. IZQUIERDO
Javier Revilla, un vecino del barrio La Ventilla de Vioño, podía ver desde su ventana del tercer piso el BMW de color azul flotando en el patio de la comunidad e intuir las puertas de los garajes que, a escasos metros, habían desaparecido bajo el nivel del agua. La sensación de que su edificio «estaba dentro de un mar» es lo que a este padre de familia no se le va de la cabeza de todo lo vivido el lunes de la semana pasada, cuando el río Pas se empeñó en dejar a este vecindario con la boca abierta, el corazón en un puño y sin electricidad.
«Hemos vivido el apagón», comenta Javier, tirando de sentido del humor en un intento de restarle importancia a lo que, tras catorce años viviendo en La Ventilla, jamás hubiera imaginado. Es padre de familia, vive con su mujer y sus cuatro hijos, tres de ellos en situación de dependencia y uno de ellos, menor de edad.
Las inundaciones les dejaron, como al resto de sus vecinos, sin luz durante cuatro días. «Cuatro días y medio», matiza. «Nos dieron la posibilidad de irnos al albergue municipal, pero yo francamente no lo veía de ninguna manera, teniendo en cuenta que sigue habiendo covid y que el riesgo de contagio está ahí», asegura.
Por eso, él y su familia decidieron quedarse en casa y arreglarse como fuera. Y en ese como fuera, entraba ducharse con agua fría, tener que acurrucarse por las noches todos juntos en el sofá, dormir más abrigados de lo habitual, usar la batería que les había dejado un amigo para calentar comida y, tirar de imaginación. «Cuando había que hacer algo en casa, usaba la linterna y le decía a uno de mis hijos que me siguiera. También jugábamos al escondite, aprovechando la oscuridad», relata.
Eso sí, cuando las baterías de los teléfonos móviles ya no daban para más, al hombre no le quedaba otra. Tenía que salir de casa e ir al garaje que tiene en Renedo para cargarlas «todas juntas». «¿Mi furgoneta? Al final libró, pero por poco. Cuando pude ir a por ella, el agua casi llegaba al motor», afirma.
Javier Revilla asegura que el Ayuntamiento les proporcionó bocadillos y que dejaba comida en perolas en el portal. «No le negaré que llegué a pensar que estaba en un mundo tercermundista». Una situación, la suya, difícil de olvidar.
Ahora, con luz recuperada en los hogares esta familia y el resto de vecinos de La Ventilla esperan recuperar pronto la normalidad... si el Pas les deja.
Jesús Edesa | Dueño de un taller en Marrón
«Esto no nos supone empezar de cero, sino desde menos cero»
El mecánico Jesús Edesa señala hasta dónde llegó el nivel del agua en su taller.
I. BAJO
Jesús Edesa vuelve a reinventarse por segunda vez en seis años. Tres, si se cuenta la puesta en marcha de su negocio en el año 2011 junto a su hermano. En las inundaciones de 2015, el agua alcanzó el metro ochenta en su taller mecánico; en las del lunes de la semana pasada, subió aproximadamente un metro cuarenta centímetros de altura, anegando el local que tiene en el polígono industrial de Marrón.
Tras esta última riada provocada por el desbordamiento del río Asón, «la oficina ha desaparecido por completo, no hay ni ordenadores, ni impresoras, ni nada», arrasando todo el material y el mobiliario, además de coches, maquinaria, elevadores, etcétera. Durante la madrugada, estuvo pendiente del río, pero cuando volvió al taller ya no se podía pasar por la zona del ambulatorio. «Saqué cuatro coches y ya no pude sacar nada. Todo estaba inundado: la oficina, el almacén al completo y lo que tengo aquí de piezas, complementos... Nada. Y la otra vez me pasó exactamente lo mismo», lamenta. Tampoco hubo avisos, como en otras ocasiones, para que los afectados intentaran minimizar los daños.
La indemnización de los seguros tampoco compensa todo lo perdido, ya que no se paga lo que cuesta la maquinaria nueva, sino que tal como ocurre con los siniestros de los coches, se restan los años de uso. «Yo las tengo nuevas desde la riada anterior, pero ahora viene el seguro y la máquina que me ha costado, por ejemplo, 10.000 euros, dice que con el tiempo que tiene ahora está valorada en 2.500. De los 2.500 a los 10.000 ese dinero lo tengo que poner yo», explica Jesús Edesa.
Y a las pérdidas de material y daños en el local se suma la paralización de la actividad hasta que pueda poner el negocio en marcha nuevamente. «Esto nos supone no empezar de cero, sino de menos cero», por eso en las empresas del polígono «está todo el mundo harto».
Tanto en 2015, como esta pasada semana, «el agua ha saltado el muro que hay detrás del polígono, pero había mucha gente que tenía miedo a que lo rompiera», asegura el mecánico. Sobre la mesa se ha puesto elevar la altura del muro de Marrón y reforzarlo para reducir las posibilidades de que el agua entre en la zona, donde además de las empresas hay una urbanización. Él anota también el dragado del río Asón, porque el mayor miedo de los trabajadores y los residentes de Marrón es la brevedad entre riadas. «Antes te venía cada treinta años, pero ahora ha sido a los seis, y en ese tiempo hemos tenido unas cuantas tentativas», recuerda.
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