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La imagen de ellos cinco enfundados en un mono protector blanco, mascarilla y zapatos de goma entrando en la cueva de Altamira se emitió por las televisiones de decenas de países aquel febrero de 2014. Andrea Vicente, Javier Miguel Ors, Carolina Pardo, Antonio Díaz y Álvaro San Miguel fueron los protagonistas inesperados a los que la suerte convirtió en los rostros de la reapertura de la capilla sixtina del arte rupestre. Tras doce años protegida de las miradas humanas, el Patronato decidió que un sorteo eligiera los nombres de los cinco afortunados que cada semana entrarían en la cueva. En aquel día inaugural, 83 personas metieron dentro de la urna una papeleta con su nombre y apellidos. Cuatro de ellas eran periodistas de El Diario Montañés. Solo uno consiguió escribir en primera persona la crónica de aquel momento histórico. Álvaro San Miguel, diez años después, aún recuerda con nitidez aquellos primeros segundos tras oír cómo la guía de Altamira decía su nombre. El primero de los cinco que salieron. «Se me desbocó el corazón. En ese momento no sé qué se me pasó por la cabeza. Una mezcla de alegría de que me tocara, los nervios de verme al otro lado de las cámaras y la gran responsabilidad de saber que íbamos a estar dentro de la cueva», rememora.
Las estrictas medidas de control para proteger las pinturas, que hoy en día siguen vigentes, limitan la visita a solo 37 minutos. Casi una carrera contrarreloj por 22.000 años de historia de la humanidad. Por eso, merece la pena reproducir íntegramente un extracto de aquel relato en primera persona que se publicó en El Diario Montañés del 28 de febrero de 2014, un texto en el que la emoción por haber estado dentro de la cueva se nota muy presente. Esto fue lo que escribió San Miguel pocas horas después de regresar de Altamira: «Cuando Marta, una de las guías, cierra tras de sí la puerta de acceso a la cueva, por la que no pasaba un visitante desde hace más de una década, el ruido del mundo moderno se apaga y la historia cobra vida. El aire es más pesado dentro de la gruta. Las pequeñas linternas de mano apenas apartan las sombras de las paredes y los contornos de cada roca insinúan pequeñas figuras de animales (...) La imaginación echa a volar entre las paredes de la cueva. Uno se siente dentro de un cuento, de una historia mil veces contada, familiar, pero a la vez desconocida (...) Descendemos hasta el fondo de la gruta y Altamira empieza a susurrar. Allí se ve la figura parcial de un caballo, representado como si estuviera pastando. Algunas pinturas son simples trazos, puntos, manos, figuras geométricas. Nada que ver con los grabados de ciervos y bisontes: bien proporcionados, con perspectiva, casi en movimiento. (...) Una pequeña puerta aísla la Sala de Polícromos del resto de la galería. En cuanto se abre la puerta salta un zumbido y los sensores repartidos por toda la sala empiezan a registrar los cambios que provocamos con nuestra sola presencia (...) Los primeros segundos allí te dejan, literalmente, sin aliento. A unos centímetros, al alcance de la mano, las gibas de los bisontes, pintados sobre los salientes de roca para aprovechar el relieve, desprenden un húmedo brillo rojizo y parecen a punto de moverse (...) Se abre la puerta, al despertar del sueño, y nadie quiere ser el primero en dejar atrás los bisontes, el silencio, la cuna del arte, conscientes de que la ocasión es irrepetible. Cuesta volver a la realidad».
Casi sin tiempo a recuperar el aliento, los cinco fueron reclamados por las decenas de periodistas españoles y extranjeros que aquel día se agolpaban en el Museo de Santillana del Mar. Todos reconocen que fue difícil encontrar las palabras para describir aquella aventura. «Se te pone la piel de gallina», «las pinturas siguen estando muy vivas»... Aunque al final fue una del propio San Miguel la que más se leyó en los titulares de los periódicos de aquellos días: «Allí dentro sientes el peso de la historia».
Han pasado diez años desde entonces y este periodista cántabro ha viajado por muchos países y ha visto en persona lugares y objetos de gran importancia para la historia, como el Coliseo, la Piedra de Rosetta, Notre Dame, la Lanza del Destino o la Capilla Sixtina, pero destaca que «la sensación de conexión con el pasado nunca ha sido tan fuerte como la que tuve al entrar en Altamira». «Si tuviera que elegir un lugar al que volver, sería esa cueva», reconoce.
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Después de aquellos cinco visitantes privilegiados han entrado allí, en esa cueva detenida en la noche de los tiempos, 2.295 personas más en la última década. Pero en el libro de firmas de Altamira, donde dejaron por escritas sus emociones de ese momento, siempre aparecerán ellos como los primeros que pisaron la cueva tras doce años sin que entrase la luz. «Para un cántabro es un regalo visitar Altamira, la historia de Cantabria», escribió, todavía nervioso, Álvaro San Miguel. Y junto a él aparecen los nombres de los que aquel día fueron sus compañeros en lo más parecido que hoy podemos tener a una máquina del tiempo.
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